Francisco: la misericordia como revolución social


Desde que fue elegido en 2013, el Papa Francisco no tardó en desatar una corriente que transformó los corazones y las estructuras de la política, la economía y la sociedad contemporánea. Lejos de ser un Pontífice neutro o aséptico, sus palabras y gestos fueron un bálsamo para muchos y una incomodidad para otros. Su firme opción por los más pobres y su crítica a los sistemas de exclusión generaron entusiasmo, debates apasionados e incluso reacciones viscerales.

Francisco revitalizó la doctrina social de la Iglesia, recordándonos que «la propiedad privada es un derecho natural pero secundario», supeditado al destino universal de los bienes, tal como enseñó San Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus. Con énfasis y claridad, reiteró en Fratelli Tutti que «el derecho a la propiedad privada sólo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados».

A través de sus constantes llamados a la justicia social, el Papa despertó tensiones. Mientras algunos lo acusaban de ser «populista«, otros lo percibían como un profeta incómodo, un líder que no dudaba en desafiar las apariencias. Con frecuencia recordaba que «una sociedad no puede progresar descartando», resaltando la falacia de un progreso económico que ignore a los más vulnerables.

En Laudato si’, su encíclica sobre el cuidado de nuestra casa común, no solo denunció la destrucción del medio ambiente, sino que profundizó en la interconexión entre ecología y justicia social. Conmovido por el estado del planeta, clamó: «La Tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería». Para Francisco, la crisis climática es, al mismo tiempo, una crisis de pobreza, injusticia e indiferencia.

Sus gestos, tan elocuentes como sus enseñanzas, han dejado una huella imborrable. Su visita a Lampedusa para lamentar las vidas perdidas en el Mediterráneo, su paso por los barrios más pobres de África y su súplica ante líderes de Sudán del Sur, con rodilla hincada, pidiendo por la paz. Con estas acciones, Francisco demostró que el cristianismo debe encarnarse en los márgenes, allí donde el poder apenas llega.

Desde una perspectiva política, sus gestos fueron objeto de interpretaciones diversas, dependiendo de las agendas nacionales. Algunos gobiernos progresistas lo citaron para justificar sus programas sociales, mientras que otros más conservadores lo acusaron de inmiscuirse en asuntos internos. Sin embargo, el Papa nunca se dejó encasillar.

En el plano económico, su llamado a una «economía de Francisco»que pusiera la dignidad humana por encima del lucro— inspiró a jóvenes, universidades y redes de colaboración. Fue un reclamo que sacudió tanto al capitalismo indiferente como a los colectivismos que deshumanizan.

Socialmente, su impacto fue un soplo de aire fresco. Francisco devolvió visibilidad a quienes el mundo suele ignorar. Desde abrazar a un joven con deformaciones en la Plaza de San Pedro, lavar los pies de inmigrantes musulmanes y llamar por teléfono a presos olvidados, cada acción fue un desafío que interpela la grandeza de gobiernos y culturas, no por el poder que acumulen, sino por la ternura con que traten a los más vulnerables.

Incluso en la planificación de su propio funeral, el Papa dejó claro su compromiso con la humildad y la sencillez. Aprobó en 2024 una nueva edición del Ordo Exsequiarum Romani Pontificis, optando por un único ataúd de madera con revestimiento de zinc y eliminando prácticas tradicionales como el triple ataúd y el uso de catafalcos. Su deseo era claro: mantenerse fiel a su estilo pastoral.

Hoy, tras su partida, queda un llamado vibrante: el desafío de no convertir su memoria en un símbolo cómodo o neutral. Francisco incomodó porque nos invitó a una conversión personal y social, a una misericordia valiente que no solo alivia síntomas, sino que sana las raíces de la injusticia. Su voz sigue resonando, interpelando a gobernantes, empresarios, educadores y ciudadanos comunes a asumir una responsabilidad auténtica.

¿Tendremos la valentía de continuar su legado y construir sociedades más fraternas? ¿O preferiremos admirarlo desde lejos sin involucrarnos en las exigencias que tanto promovió? La historia de Francisco, tan humana y tan divina a la vez, nos deja una decisión que no puede ser postergada: trabajar por un mundo más fraterno o resignarnos a la indiferencia que él tanto combatió.

Padre Leandro Kuchak