El 21 de abril de 2025, lunes de Pascua, el corazón de Francisco dejaba de latir. Se ponía fin así a doce años de un pontificado sanamente provocador en fondo y forma, como lo es el Concilio Vaticano II, anclaje en el que se ha sostenido la valiente y necesaria reforma emprendida por el Papa jesuita.
Del primer día al último, quiso que la Iglesia abandonara sus cuarteles de invierno para adentrarse en una conversión interior y en un estado de misión permanente, de hospital de campaña. Para ello, ha apostado por la sinodalidad como la vía para promover la unidad en la diversidad inclusiva, la corresponsabilidad horizontal desde una riqueza poliédrica, en la que el ser bautizado se traduzca en carta de plena ciudadanía, desde la vocación a la que Dios llama a cada uno, a cada una.
Francisco ha sido mucho más que gestos y palabras. Ha sido un hombre de palabra y de la Palabra, un místico en la acción que se ha sabido libre desde su escucha permanente del Espíritu, que se ha traducido en la puesta en marcha de procesos proféticos que ahora toca macerar sin prisa, pero sin pausa. Su buen e inquebrantable humor no ha sido sino el reflejo de esa ‘Evangelii gaudium’ interior contagiosa e imparable que se materializaría lo mismo en su apuesta por la fraternidad universal que por la ecología integral.
Las ruidosas resistencias que pretendieron minar la autoridad del sucesor de Pedro han quedado enmudecidas en estos días de duelo por las riadas de personas que han pasado por el velatorio. Este reconocimiento honra en parte su entrega sin límites y la verdad que transmitía con su ser y su hacer.
Jorge Mario Bergoglio atrapó a la gente, a esa ‘santidad de la clase media’ que le aplaude. En medio de una galopante secularización en Occidente, ha logrado reconectar con creyentes y no creyentes sin perderse en discursos moralizantes, sin pedir carné de pertenencia a una errada pureza. Su capacidad para hacerse entender, fruto de un alma de párroco y pedagogo que escondía tras de sí la hondura intelectual de su ADN ignaciano, le hizo romper toda barrera intergeneracional, con jóvenes o con ancianos.
Lo hizo desde una coherencia vital que respira credibilidad. O lo que es lo mismo, ese olor a oveja que pedía para cardenales, obispos y sacerdotes lo llevaba de serie. La marea humana que se despide Francisco es ese Santo Pueblo Fiel de Dios, que él ha puesto en primer plano como protagonista del presente y el futuro de la Iglesia. Esa gente de a pie ha tenido ese olfato privilegiado para avalar al buen pastor que necesitaba y necesita el mundo hoy.
La voz de la conciencia
Sí, Bergoglio ha sido y es la voz de la conciencia para una humanidad que se sabe desorientada y sin referentes, envuelta en esa guerra mundial por fascículos contra la que clamó, en medio de la globalización de la indiferencia, un sistema económico que mata, una abrumadora ideologización polarizante que corrompe, o una pandemia letal. En este contexto, el Pontífice ha llegado el corazón herido de unos y otros para ser abrazo infinito del Dios misericordia y ternura.
Así, ha apuntalado su sueño de una Iglesia pobre y para los pobres, un susurro emanado de las Bienaventuranzas y plasmado en la Doctrina Social que se ha tornado grito en favor de los últimos, los migrantes, las víctimas de la trata, de los abusados, de los enfermos, las mujeres, los indígenas… El Papa de las periferias reales viajó hasta ellas, y el de las periferias existenciales las situó en el epicentro del catolicismo, siendo acogida para que los descartados se sienten en la mesa de la comunión, desde los divorciados a los transexuales.
Tras su muerte, el Papa de todos, todos, todos, ha recibido la bendición a mansalva de todos, todos, todos. Un intento de saldar una deuda impagable con el discípulo misionero de Jesús que quiso y supo ser Vida Nueva para la Iglesia y para el conjunto de la humanidad.
Fuente: Vida Nueva