Nadie quería perderse el momento en que se encendiera la luz del balcón central de la Basílica de San Pedro. Todas las miradas estaban atentas, expectantes de cualquier movimiento detrás de las cortinas. El mundo entero se preguntaba en su corazón: “¿Quién será el nuevo Papa?”
Como una muestra de la unidad de la Iglesia Universal, en ese momento único, había en la plaza representantes de prácticamente todos los países del mundo, sin importar la pertinaz lluvia ni la temperatura por debajo de cero grados.
La unidad de la Iglesia se había percibido desde las Congregaciones Generales, previas al cónclave. La participación de los fieles el 12 de marzo, en la Misa Pro Eligendo Romano Pontífice –acompañando a los cardenales de la Santa Iglesia– fue nutrida y se vivió con gran devoción, con una enorme piedad.
Una vez dentro de la Capilla Sixtina y tras el juramento obligatorio de cada uno de los Cardenales, el cardenal ceremoniero pronunció las palabras Extra omnes (todos fuera), y en el interior, bajo la pintura del Juicio Final de Miguel Ángel, quedaron sólo los 115 electores, de donde habría de salir el nuevo Pontífice.
Ese día, al caer la noche, la chimenea del techo arrojó el primer resultado: “humo negro”, que marcó el final de aquella histórica jornada.
Llegó el siguiente día de votaciones: una segunda por la mañana, la tercera votación casi al mediodía; igualmente, humo negro. Se iban descartando uno a uno los nombres de los posibles candidatos, hasta quedar el definitivo. Luego, la cuarta votación del Cónclave, y la expectación crecía.
Mientras miles de fieles comenzaban a concentrarse en la Plaza de San Pedro para conocer el resultado de la quinta votación –que sería la última del 13 de marzo– una gaviota sobre la chimenea de la Capilla Sixtina acaparó la atención. Algunos interpretaban la presencia de aquella hermosa ave como una señal divina, que anticipaba la decisión de los Cardenales, la cual estaba por anunciarse.
La gente aún portaba sus paraguas e impermeables ante la lluvia. Crecía una sensación de nervios entre los presentes por conocer el color del humo. Minutos más tarde, la abarrotada plaza fue testigo del esperado anuncio: fumata bianca, acompañada por el repique de las campanas de Roma.
Todos estallaron con gritos de júbilo. Agitaban las banderas de sus países de procedencia, y crecieron las esperanzas de tener, por primera vez, un Papa de origen latinoamericano. Había cesado la lluvia… otro signo esperanzador.
Tras la alegre noticia de que los cardenales habían llegado a un consenso, la Guardia Suiza se colocó justo debajo del balcón central de San Pedro, iba acompañada por la Gendarmería Vaticana y miembros del Ejército de la República Italiana. Todas las miradas estaban puestas en aquel balcón a oscuras.
Era el momento esperado por todo mundo tras haber transcurrido 31 días desde el anuncio de la dimisión del Papa Benedicto XVI. Ante los corazones agitados por la emoción contenida de saber quién sería el nuevo Papa, se encendieron las luces, se corrieron las cortinas. Muy pronto el mundo se regocijaría con el anuncio del nuevo Pontífice.
Apenas cesó el humo en la chimenea de la Capilla Sixtina, cuando comenzaron a afinarse los detalles para la presentación del nuevo Pontífice.
El primero en salir por el balcón central de la Basílica de San Pedro fue el Cardenal Protodiácono Jean-Louis Tauran, quien dirigió al mundo las palabras: ¡Habemus Papam!, acompañadas del nombre latino Franciscum.
Finalmente apareció el Papa Francisco, para alegría de millones de fieles. Bastó un sencillo saludo y una sonrisa para ganarse el corazón de todas las personas que acudieron a la Plaza de San Pedro, así como de los millones que pudieron observarlo en transmisiones televisivas y por vía internet.
Luego de estos amables gestos, explicó de manera divertida el haber llegado de aquellas lejanas latitudes bonaerenses, para resultar elegido Obispo de Roma y Pontífice de la Iglesia: “Sabéis que el Papa es Obispo de Roma. Me parece que mis hermanos Cardenales han ido a encontrarlo casi al fin del mundo”, dijo, y para entonces ya había conquistados a todos, con su sencillez y espontaneidad.
Con gran naturalidad, pidió a los fieles que oraran por el Papa Emérito Benedicto XVI. La conexión entre él y su grey se había concretado. El pueblo fiel de inmediato reconoció en él a su pastor y guía.
Con la misma sencillez, en un hecho no visto antes, el Santo Padre Francisco pidió a los fieles que le bendijeran, aun antes de que él mismo diera su bendición Urbi et Orbi (a la ciudad –Roma– y al mundo).
La gente de inmediato percibió la humildad del Papa Francisco en su vestimenta, al portar una austera Cruz pectoral sobre la sotana blanca, y usar la estola pontificia sólo para impartir la bendición.
De inmediato también las redes sociales reportaron incontables mensajes de fieles porteños, quienes dieron cuenta de la cercanía que mantuvo con ellos. Como arzobispo de Buenos Aires, Argentina, el nuevo Papa vivía en un sencillo apartamento, mientras utilizaba el metro o el autobús.
Esa misma cercanía la expresó al otorgar indulgencias, tanto a los presentes como a los que siguieron su presentación a través de las señales de internet o, incluso, por redes sociales, desde donde lo aclamaron como nuevo Papa.
Las banderas argentinas ondeaban en la Plaza de San Pedro, junto a las de otros países latinoamericanos que saludaban con alegría al nuevo Pontífice. Sin duda, el Espíritu Santo había escuchado las súplicas de la Iglesia para que el Señor concediera un Pastor ideal para guiar su barca en estos momentos de la historia.
El Papa Francisco no dejó de sorprender en ningún instante con su espontaneidad y humildad, ni siquiera al despedirse, aun siendo un notable intelectual. Con la misma sencillez, les deseó buenas noches y un buen descanso. Así definió el Papa Francisco su camino al frente de la Iglesia Católica.
Fuente: Desde La Fe