Cuando se menciona a los ángeles, es natural que surjan preguntas en nuestra mente: ¿existen realmente o son simplemente símbolos? Y si creemos en su existencia, ¿cómo los imaginamos? ¿Son seres alados, dulces, de cabello rubio y rizos, de una belleza y candor que desafían la definición de género?
Sin embargo, más allá de nuestras conjeturas, la Escritura nos presenta a los ángeles como mensajeros de Dios desde el Antiguo Testamento. Son la presencia divina que nos ayuda a comprender que Dios no nos ha abandonado, que se preocupa por nosotros. Su misión es hacer tangible la cercanía de Dios, su misterio de amor, gracia, bondad y salvación. Pero ¿cómo se manifiesta esta presencia de los “ángeles visibles” en nuestra realidad cotidiana?
Los reconocemos cada vez que una presencia inesperada nos brinda el gesto de ternura que necesitamos, incluso si no lo merecemos. Los vemos en medio de la adversidad, cuando un testimonio pacífico nos cautiva y nos inspira a actuar de la misma manera. Los encontramos cuando, ante la conspiración y la mentira, respondemos con bondad, confiando en que Dios está obrando en nosotros.
Son como las mujeres que fueron al sepulcro: nos invitan a mirar los lugares de muerte y encontrar, en medio de ellos, la presencia de los ángeles. Son la luz de Dios que nos tranquiliza, nos anima a no temer y nos trae la Buena Noticia de la Vida. Nos desafían a descubrir la presencia divina en toda la realidad, a reconocer que Dios habita en cada aspecto de nuestra existencia.
Entonces, ¿podrían estos ángeles estar ahí para recordarnos que Dios nunca nos abandona? ¿Estamos llamados, como aquellas mujeres, a ser ángeles visibles para los demás y anunciar esta Buena Noticia? En cada gesto de amor y compasión, en cada acto de bondad desinteresada, podemos encontrar la respuesta.