La fiesta del 12 de diciembre en honor a la Virgen de Guadalupe es una de las celebraciones marianas más profundas y significativas de todo el continente americano. En esta fecha, la Iglesia recuerda con gratitud las apariciones de Santa María de Guadalupe a san Juan Diego en el cerro del Tepeyac y renueva la certeza de que María camina con su pueblo, especialmente con los más pobres y sencillos. Esta memoria litúrgica se ha convertido también en un signo de identidad y esperanza para millones de fieles.
El contexto de las apariciones
Las apariciones de la Virgen de Guadalupe tienen lugar en 1531, en un momento de fuerte tensión y dolor para los pueblos de lo que hoy es México. Tras la conquista, la sociedad estaba marcada por la violencia, la injusticia y la desconfianza entre culturas, lo que generaba un ambiente de ruptura y desorientación espiritual. En medio de esa realidad herida, María se presenta como signo de consuelo, reconciliación y nueva esperanza.
La elección de Juan Diego, un hombre humilde, viudo y de origen indígena, es profundamente elocuente. En él se reconocen tantos hombres y mujeres sencillos que, a pesar de las dificultades, buscan a Dios con corazón sincero. A través de este “pequeño” ante los ojos del mundo, la Virgen hace llegar un mensaje destinado a todo un pueblo: Dios no se ha olvidado de sus hijos y sale a su encuentro en su propia historia y cultura.
La señal de las flores y la tilma
Ante la comprensible prudencia del obispo, Juan Diego se ve en la necesidad de pedir una señal que confirme la autenticidad del mensaje. Entonces la Virgen lo envía a cortar flores en la cima del Tepeyac, en una época del año en que no deberían florecer. Él encuentra rosas frescas y hermosas, que recoge en su tilma para llevarlas como signo. Lo extraordinario no es solo la presencia de esas flores, sino lo que sucede cuando el humilde mensajero abre su manto ante el obispo.
Al desplegar la tilma, las flores caen al suelo y, ante la sorpresa de los presentes, aparece impresa de manera prodigiosa la imagen de Santa María de Guadalupe. Desde entonces, ese ayate se convierte en un verdadero “código de amor” lleno de símbolos: el manto estrellado, la flor de cuatro pétalos, la posición de las manos, la cinta en la cintura y muchos otros detalles que hablan de vida, maternidad, dignidad y reconciliación. La imagen se vuelve un evangelio coloreado que anuncia a Cristo sin necesidad de palabras.
Una fiesta de identidad y misión
En la Virgen de Guadalupe, muchos reconocen su historia, sus luchas, sus heridas y sus sueños. Ella aparece como una Madre que comprende la mezcla de luces y sombras que atraviesa a las familias y sociedades de hoy, y que sigue repitiendo en el corazón de los creyentes: “¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?”.
Al mismo tiempo, esta fiesta impulsa a la misión. Así como Juan Diego fue enviado a llevar el mensaje al obispo, hoy los cristianos son enviados a llevar consuelo y esperanza a quienes se sienten solos, descartados o sin rumbo. Celebrar a la Virgen de Guadalupe significa escuchar su invitación a construir comunidades más fraternas, a defender la dignidad de los más vulnerables y a anunciar a Jesucristo con gestos concretos de amor y justicia.
En última instancia, la fiesta guadalupana es una oportunidad privilegiada para abrir de nuevo el corazón a Cristo. María nunca se queda en sí misma: su misión es conducir hacia su Hijo. Por eso, celebrar el 12 de diciembre es renovar la fe en Jesús vivo, presente en la Eucaristía, en la Palabra, en la Iglesia y en los pobres. Bajo la mirada maternal de la Virgen de Guadalupe, el pueblo creyente sigue caminando con confianza, seguro de que, incluso en tiempos difíciles, Dios no abandona a sus hijos.

