Quisieron imponer un lenguaje, renombraron las cosas, inventaron nuevos géneros, negaron la realidad y también la historia, intentaron reescribir los clásicos, cambiar la literatura y el cine… ¿Estamos asistiendo al final de todo ese delirio?
Por Claudia Peiró para Infobae
El historiador estadounidense Victor Davis Hanson dice que lo que está pasando en los Estados Unidos bajo la nueva administración es una restauración, una vuelta al sentido común.
La verdad es que si algo define a la “revolución woke” de los últimos 20 años es la ruptura con la realidad. Hemos asistido a una serie de absurdos cuya dimensión y daño no terminamos de medir.
Hemos llegado al punto de que a las mujeres no se nos puede nombrar. Rara conquista del feminismo.
En Francia, una asociación de planificación familiar hacía campaña con un afiche que mostraba a un “hombre” embarazado.

Se nos dijo que el sexo se asigna al nacer. Gente grande, formada, supuestamente madura y razonable, se ha hecho repetidora de ese sinsentido.
Actualmente en la Argentina hay empleados estatales que obtuvieron el puesto por el solo hecho de decir que se autoperciben no binarios. Una condición inexistente. Como si dijeran marcianos. Una fantasía indemostrable pero que da “derechos”.
El activismo trans -o quien quiera que sea el o los “filántropos” detrás de estas campañas- ha logrado difundir la idea de que varones y mujeres no se diferencian por su sexo sino por un concepto totalmente artificial llamado identidad de género.
Se les ha explicado a los niños desde bien pequeños que, cuando nacen, son arbitrariamente clasificados como nene o nena, y entonces los padres -culpables designados- los educan como tales. Pero de grandes algunos se dan cuenta de que les pusieron una etiqueta equivocada y que tienen derecho a decir “en realidad soy una mujer” o “en realidad soy un varón” o, ¿por qué no? “no soy ni mujer ni varón”.
Es la línea que bajan en las escuelas de los países ganados por esta ideología de género y la Argentina no es la excepción. El transgenerismo explicado a los niños.

En algunos jardines de infantes se llegó a practicar el travestismo con los niños, no como juego de disfraces, sino para deconstruirlos: pintarles las uñas a los varones, ponerles pollera, etc. Para inculcarles que el sexo es fluido, que cambiarlo es un juego, y en el caso de los nenes, que nacieron privilegiados y culpables por ser varones.
La izquierda en general se autopercibe democrática y tiene una memoria selectiva para las masacres y genocidios: sólo recuerda los perpetrados por dictaduras o grupos de derecha.
Sin embargo, a través del wokismo y el feminismo de tercera ola ha mostrado en estos años su esencia totalitaria, su afán de controlar hasta el pensamiento y de formatear la cabeza de las personas empezando desde la más tierna infancia. En estos años de auge de la ideología de género, la izquierda y el progresismo en general han censurado, cancelado, macarteado, excluido sin descanso a cualquiera que osara tan siquiera cuestionar sus dogmas.
Ahora bien, no se crea que toda esta movida fue, como sostienen algunos, es “marxismo cultural” y nada más. En Gran Bretaña fue Theresa May, premier conservadora, la que prometió al lobby trans una ley para facilitar la transición de género. Y, entre nosotros, Mauricio Macri promovió toda la agenda identitaria con entusiasmo digno de mejor causa. Basta recordar su discurso antes el W20, cuando dijo que la prioridad de su gobierno en el período en el cual Argentina ejerció la presidencia del G20: “Decidimos que la perspectiva de género sea transversal a toda la agenda”.
También hubo una ola de decapitación de estatuas, para supuestamente hacer justicia por crímenes imprescriptibles 500 años después, porque el wokismo consiste en que gente que no ha sido víctima de nada se victimice por padecimientos pretéritos pero para señalar en el presente a presuntos victimarios que solo lo son por portación de apellido, nacionalidad o color de piel.
Algunos clásicos infantiles en el cine fueron considerados inapropiados desde esta nueva moral y se les agregó una advertencia: “Contiene representaciones negativas y/o un incorrecto tratamiento de personas o de culturas”. Un ejemplo de estas “incorrecciones” eran los gatos siameses de “La Dama y el Vagabundo”, caricaturización de un asiático… O los indios que aparecen en Peter Pan.
Recordemos la ola de críticas al beso “robado” por el Príncipe a Blancanieves…

Cualquiera que consuma cine y series en plataformas, sabrá que en muchos de ellos la cuota lgbt+ es obligada, sin importar la trama. El cine debe ser edificante, según la nueva moral obligatoria.
Pero bueno, soplan vientos de cambio. Toda acción tiene su reacción. Y cuando hay excesos como los que vivimos estos años, el resultado es el hartazgo. Se escandaliza ahora la izquierda por el avance de la ultraderecha sin ver hasta qué punto ella misma lo causó.
La compañía Disney ya puso las barbas en remojo y el 7 de enero pasado anunció que abandona “las guerras culturales”. “Ya no haremos activismo político”, dijo su CEO, Robert Iger. Como ejemplo. informó que recientemente eliminaron la historia de una atleta trans que iba a ser incluida en una serie animada. ¿Motivo? “Los padres prefieren abordar ese tipo de temas en sus propios términos”. Bienvenidos a la realidad. La “Sirenita Negra” y otros fiascos también contribuyeron a la decisión de alejarse de las polémicas culturales y políticos para “reconectar con una audiencia más amplia”.
La compañía de entretenimiento no está sola en esta decisión. Primero fueron las grandes tecnológicas, que se habían plegado a la ola, e incluso ejercido censura en nombre de estas políticas bienpensantes.

Son muchas las empresas de todos los rubros que abandonan abiertamente sus programas DEI: diversidad, equidad e inclusión. Las tres nuevas banderas del progresismo que reemplazan a libertad, igualdad y fraternidad, demasiado universales; no sea que creamos que todos los humanos compartimos una misma esencia.
Un dato significativo de estos cambios lo aportó Santiago Gallichio, presidente del Instituto de Gobernanza Empresarial y Pública (IGEP), en una columna de opinión en el diario Clarín titulada “La agenda woke y la vida de las empresas”, publicada el 19 de febrero pasado.
Su mensaje es claro: si el Estado quiere promover políticas de diversidad e inclusión, que lo haga con sus fondos, que no se lo imponga a los privados: “Entregar recursos propios para perseguir fines públicos debe quedar al arbitrio de cada empresa y su directorio, así como de cada individuo, sin imposiciones normativas”.
En Argentina, tres administraciones hicieron de la ideología woke y del género su guía y su prioridad –CFK, Macri y Fernández– mientras que la gran mayoría de los argentinos no compartía ese delirio de elites intelectuales y minorías beneficiadas, pero no tenían un modo de expresar su desacuerdo o bien ignoraba la dimensión que estas deformaciones estaban adquiriendo.
Al igual que en Argentina, donde se crearon estructuras innecesarias o superfluas y se desvió presupuesto para todo tipo de capricho identitario en desmedro de las verdaderas necesidades de la sociedad, también los norteamericanos vieron cómo buena parte de sus impuestos iban a parar al financiamiento de políticas de género tanto dentro como fuera del país.
Y si los dueños de las grandes plataformas han decidido abandonar prácticas como la del “fact-cheking” es porque la mayoría de los usuarios no comparte la ideología woke ni los delirios de género. Va siendo hora de que nuestros políticos locales -que se declararon todos feministas por interés- tomen nota de esto.
A lo largo de estos años sobraron fondos para promover estas políticas y ahora que algunas canillas se cierran y los que se quedan sin liquidez lloran públicamente sin pudor descubrimos de pronto que lo suyo no era una lucha por la idea ni un pensamiento independiente.
Toda crítica a su discurso buenista fue asimilado al odio y a la discriminación. Todo cuestionamiento, a una amenaza a la democracia. Así vivimos estos años. En las universidades, este pensamiento único, que elude el debate porque no tolera ser sacudido en su autocomplacencia y su confort intelectual, hizo verdaderos estragos.
La batalla no está ganada pero al menos ahora podemos hablar de estos temas abiertamente. Es un gran paso.
Pero en un país en el que se declara persona a los canarios pero se puede abortar hasta la víspera del parto, todavía queda mucho por hacer. Hay leyes que derogar y otras que reformar.
Hay que terminar con el adoctrinamiento trans en las escuelas desde nivel inicial todavía vigente en muchas provincias, Buenos Aires a la cabeza.
Hay que hacer del 2025 el año del retorno al sentido común.
En Estados Unidos, el gobierno tuvo que emitir un documento con definiciones basadas en la biología: “Mujer es una hembra humana adulta; Hombre es un varón humano adulto…”, etc.
Recordemos lo que el genial George Orwell le hacía pensar a Winston Smith, su personaje de la novela 1984, aplastado por un régimen totalitario: “El Partido te decía que rechazaras el testimonio de tus ojos y oídos. Esa era su última y más esencial orden. A Winston se le encogió el corazón al pensar en el enorme poder que tenían contra él, en la facilidad con la que cualquier intelectual del Partido le derrotaría en una discusión, en los argumentos que sería incapaz de entender, y mucho menos de responder… ¡Y, sin embargo, era él quien tenía razón! Ellos estaban equivocados y él tenía razón. Había que defender lo obvio, lo tonto y lo verdadero. Las verdades de perogrullo son ciertas, aférrate a eso. El mundo material existe, sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua es húmeda y los objetos que se sueltan caen hacia el centro de la tierra”.
Y, Winston Smith proclama entonces: “Libertad es decir que dos y dos son cuatro. Una vez dicho esto, lo demás viene por añadidura”.