Cuando queremos aclarar la esencia de la religión, aflora como primer punto que la religión solo existe en las religiones. No existe una naturaleza abstracta de la religión, sino formas concretas de religión. Esto parece convertir el intento de encontrar vías de diálogo en un callejón sin salida. Las religiones, de hecho, se nos aparecen como un edificio que abarca continentes de espacio y tiempo. Una mirada más atenta, sin embargo, deja a las claras que las religiones se presentan más allá de los continentes como grandiosas construcciones que, además, no pueden ser presentadas de forma estática, sino que históricamente se hallan en movimiento, y este tiende últimamente a su autosuperación. En este movimiento, con todo, no se destruyen, sino que se purifican y retornan a su naturaleza más auténtica.
Las llamadas religiones tribales (que en otros tiempos se definían simplemente como paganismo) conocen deidades que se asocian a ámbitos concretos de la vida. Los cultos a la fertilidad son los más llamativos. Lo que se persigue con ellos es venerar con alegría el misterio de la fecundidad y de recibirlo al mismo tiempo de una manera siempre nueva. Por lo tanto, el cuidado para la preservación de la fecundidad, el agradecimiento por su preservación y la alegría por ella misma son sus contenidos esenciales. Al hacerlo, sin embargo, se llega por sí mismo y por doquier a un abuso extático, en el que los elementos divinos y humanos se entrelazan y pierden así su dignidad. De este modo, estos cultos han llevado a sociedades enteras a la ruina al poner en tela de juicio la naturaleza misma de la religión. La lucha contra estos cultos con sus tentaciones determina en gran medida la relación de la fe bíblica con las religiones.
Como es natural, también existe una esfera positiva de estas religiones, en el sentido de que están orientadas a la preservación y fertilidad de la tierra. En la Antigüedad tardía, aparecen incluso como la esencia del paganismo, que se manifiesta de forma totalmente positiva en procesiones propiciatorias, rituales y gestos similares. El cristianismo, que inicialmente desconocía estas formas devocionales y se oponía a la religiosidad de los campos, se vio obligado con el tiempo a hacer suyos muchos elementos de este ámbito, a purificarlos y a corregirlos, pero también tuvo que aceptar nuevas aperturas y formas concretas de devoción. Las llamadas ‘Litaniae maiores’ se han conservado como plegarias de súplica hasta el umbral del presente. Lo que al principio era paganismo, que se oponía a la fe, es hoy una forma de visión cristiana de la vida y del mundo que desgraciadamente está destinada a morir. La aparente mentalidad pagana que al principio parecía necesario eliminar ha contribuido últimamente a la representación de una vida que una y otra vez se acoge como procedente de Dios.
Quisiera recordar aquí otro ámbito de especial importancia: atañe a la forma de afrontar la enfermedad y la muerte. Hay palabras y gestos profundamente conmovedores en el ritual pagano, pero también arbitrariedades que aprovechan el desafío que plantean la enfermedad y la muerte para ejercer a su vez el poder. Hoy como ayer, el poder de los hechiceros desfigura el rostro de las religiones tribales. Una expresión esencial de la relación con los muertos en todas las religiones tribales es el culto a los antepasados, que en tiempos pretéritos se consideraba por lo general como opuesto a la visión cristiana de la vida y de la muerte.
A partir de su experiencia, Horst Bürkle ha propuesto una nueva apropiación y representación del culto a los antepasados que me parece digna de consideración. Nos demuestra que el individualismo que se ha desarrollado en Occidente y que representa la resistencia más fuerte al culto de los antepasados se opone también, de hecho, a la imagen cristiana del hombre que nos ve protegidos en el cuerpo misterioso de Cristo. El vínculo del hombre con Cristo no es solo una relación yo-tú, sino que crea un nuevo nosotros. La comunión con Jesucristo nos introduce en el cuerpo de Cristo, es decir, en la gran comunidad de todos los que pertenecen al Señor, y así atraviesa también la frontera entre la muerte y la vida. En este sentido, la comunión con los que nos han precedido es una parte esencial del ser cristiano. Nos permite encontrar formas de comunión con los muertos, que quizá se presentan de forma diferente en África respecto a Europa, pero que, en cualquier caso, nos consienten realizar una transformación significativa del culto a los antepasados. Ahora, sin embargo, se plantea la cuestión de cómo la fe en un solo Dios puede superar al mundo de los dioses.
El verbita Wilhelm Schmidt, en lo que fue su obra de toda una vida, defendió la tesis de que la fe en el único Dios está en el origen de la historia de la religión y fue progresivamente eclipsada por múltiples dioses, hasta que estuvo en condiciones de suprimir de nuevo a los dioses. Al final, él mismo admitió que no se puede probar tal evolución. Lo que está claro es que, de alguna manera, se ha sabido siempre que los dioses no son simplemente el plural de Dios. Dios es un Dios en singular. Solo existe en la unidad. La pluralidad de dioses se mueve en otro nivel. De hecho, el mundo se sostiene en sus diversas esferas por dioses que solo pueden gobernar una parte. En cuanto al Dios único, se aplica lo que Erik Peterson escribió en su importante estudio de juventud El monoteísmo como problema político: «Le roi regne, mais il ne gouverne pas». En la extensión de la historia de las religiones, Dios ha sido considerado como un monarca que tiene sin duda poder sobre todo, pero que no lo ejerce. El único Dios verdadero no tiene necesidad de adoración, porque no amenaza a nadie ni le hace falta la ayuda de nadie. La bondad y el poder del único Dios verdadero condicionan al mismo tiempo su insignificancia. No tiene necesidad de nosotros y el hombre cree que no tener necesidad de él. Con la proliferación de la fe en los dioses creció la nostalgia de que el Dios verdadero pudiera liberar con su poder al hombre del régimen de miedo en el que se había desarrollado en gran medida la fe en los dioses.
Según la convicción de los cristianos, eso era precisamente lo que había ocurrido con Jesús: el Dios único entra en la historia de las religiones y depone a los dioses. Henri de Lubac es quien ha demostrado, por encima de todos, que el cristianismo se percibía como una liberación del miedo con el que el poder de los dioses había atrapado a los hombres. Al fin y al cabo, el poderoso mundo de los dioses se derrumbó porque entró en escena el Dios único y puso fin a su poder.
Yo intenté describir este acontecimiento un poco más de cerca en la obra recopilatoria Gott in Welt, publicada con motivo del sexagésimo cumpleaños de Karl Rahner, y pude establecer que hay dos vías de salidas de la fe en los dioses. En primer lugar, las religiones monoteístas originarias de la raíz de Abraham, en las que el único Dios como persona determina el mundo entero. Junto a esta hay una segunda salida, a saber, las religiones místicas con el budismo hinayana como forma central. Aquí no hay un Dios único personal, sino que incluso el Dios único se disuelve, se vuelve evanescente. El camino del Buda tiende a la aniquilación. En realidad, esta severa forma de disolución mística de todas las figuras individuales no se ha impuesto, si bien últimamente ha permanecido establemente como representación final y ha alcanzado una poderosa eficacia de atracción precisamente en las otrora culturas cristianas de Europa. En el ámbito lingüístico alemán ha encontrado expresión en la frase atribuida a Karl Rahner: «El cristiano del mañana será un místico, o ya no existirá».
En apariencia, de lo que se trata es de interiorizar y profundizar interiormente en la fe. No voy a detenerme para aclarar lo que Rahner quería decir con esta frase. Para muchos, sin embargo, solo oculta el programa de presentar como secundarias todas las formas concretas de fe para llegar en última instancia a una devoción impersonal, como la que Luise Rinser señala como la forma superior de ser cristiano, que ella entre tanto ha alcanzado.
La escritora alemana me explicó personalmente que el propósito de la publicación de su intercambio epistolar con Karl Rahner era demostrar que ella era una mística y que el largo viaje espiritual que había realizado con Rahner en los años conciliares y posconciliares desembocaba en última instancia en la explicación mística del cristianismo. No me quedó claro hasta qué punto Luise Rinser quería implicar a Rahner en la transformación del cristianismo en una religión mística. En cualquier caso, quiso ofrecer una explicación de la famosa frase de Rahner como apertura al futuro.
En verdad, tal interpretación del cristianismo se halla en contradicción con su más íntima intención y su concreta configuración en la historia. Para el cristiano, el Dios que se une en Jesucristo con manos y corazón a los hombres y que por nosotros y en nosotros ha soportado ser hombre hasta la muerte y más allá de la muerte es el centro del cristianismo. Toda la contienda a lo largo de la historia de las religiones entre Dios y los dioses no termina con el hecho de que Dios mismo se desvanezca al final como un fetiche. Muy al contrario, termina con la victoria del único Dios verdadero sobre los dioses que no son Dios. En consecuencia, termina con el don del amor que presupone ser persona de Dios. Por lo tanto, también termina para el hombre con su conversión en persona plena al aceptar y transmitir que es amado por Dios.
Del libro póstumo de Benedicto XVI – Gentileza de ABC España