Opinión: ¿Puentes o muros?


El 20 de enero de 2025, Donald Trump asumió nuevamente la presidencia de los Estados Unidos, marcando el inicio de una etapa que ya ha generado polémica desde su discurso inaugural. Al reflexionar sobre sus declaraciones y propuestas, surgen inquietudes.

En su discurso inaugural, Trump reiteró su enfoque en políticas de inmigración más restrictivas, el refuerzo de las fronteras y una economía “dirigida por y para verdaderos patriotas.” Estas afirmaciones, aunque atractivas para sus seguidores, plantean interrogantes sobre su compatibilidad con principios fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia, que enfatiza la centralidad de la persona humana, la solidaridad y el destino universal de los bienes. El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli Tutti, señaló que “quien piense que el único objetivo es el beneficio personal está causando la ruina de su alma y la de su nación” (FT 105).

Esta afirmación cobra particular relevancia en el contexto actual. La carta que el Papa Francisco envió a Trump en su primer mandato, en 2017, sigue siendo una brújula moral: el Pontífice le pidió entonces que hiciera de Estados Unidos “una tierra de oportunidades y de acogida.” Sin embargo, como ha señalado recientemente el Cardenal Ángel Sixto Rossi, Arzobispo de Córdoba, Trump parece haber “leído lo contrario.” El endurecimiento en las políticas migratorias anunciado en sus primeros días del segundo mandato confirma esta tendencia, amenazando con fracturar el tejido social que debería tender puentes y no construir muros.

El Cardenal Rossi también recordó una amarga realidad: “La mayoría de los norteamericanos son hijos, nietos o bisnietos de indocumentados que llegaron hambreados. La opulencia trae el olvido.” Estas palabras reflejan la necesidad de un país que respete sus propias raíces y abrace la herencia de quienes trabajaron para construirlo. Negar oportunidades a los migrantes, considerándolos criminales sin mérito, no solo erosiona los valores fundacionales de la nación, sino que, como señaló el Arzobispo Timothy Broglio, “contradice nuestra vocación de ser guardianes del prójimo.”

El discurso de Trump también evoca una inquietud mayor: la tentación del nacionalismo extremo, una postura que contrasta con los llamados de la Iglesia a reconocer la interdependencia de las naciones. En la memoria colectiva está aún fresco el consejo de Martin Luther King Jr., quien dijo: “La oscuridad no puede expulsar la oscuridad; solo la luz puede hacerlo.” En lugar de construir muros de odio, los líderes están llamados a ser luz, fomentando la reconciliación y la justicia.

Desde una perspectiva económica, el presidente Donald Trump expuso medidas diseñadas para priorizar a las empresas nacionales y disminuir regulaciones gubernamentales que, según sus palabras, “sofocan el crecimiento económico” e impiden la competitividad de Estados Unidos en el mercado global. Este enfoque pone énfasis en reducir los controles que, a su juicio, obstaculizan la productividad de las grandes empresas y dificultan su capacidad para crear empleos. Sin embargo, estas políticas, aunque puedan parecer pragmáticas y atractivas desde el punto de vista del crecimiento económico a corto plazo, merecen un análisis más profundo a la luz de los principios éticos y sociales de la Doctrina Social de la Iglesia.

La Doctrina Social de la Iglesia establece que la economía, en todas sus formas, debe estar orientada al servicio integral de la persona humana y no ser dominada por una lógica puramente utilitaria, que subordine a los seres humanos al capital. Como afirma el Papa Benedicto XVI en Caritas in Veritate, “la economía necesita de la ética para su correcto funcionamiento”. En otras palabras, no basta con que las políticas económicas promuevan el crecimiento o la generación de riquezas; es imprescindible que estén dirigidas a garantizar el bienestar de todas las personas, particularmente de las más vulnerables, promoviendo una justicia distributiva que favorezca el bien común.

El Cardenal Rossi también ha afirmado: “Nos olvidamos de dónde venimos” Sin memoria, no hay construcción; sin solidaridad, no hay progreso. Los migrantes que son estigmatizados son también los que sostienen comunidades enteras con su trabajo, pagan impuestos y contribuyen al bien común, mientras muchos, incluidos inmigrantes legales, avalan políticas que perpetúan el odio y la exclusión. Esto nos invita a reflexionar: ¿quiénes queremos ser como sociedad?

Como Iglesia, el llamado es claro. Nuestra fe exige proteger la dignidad de cada ser humano, reconocer en el extranjero el rostro de Cristo, como nos enseña el Evangelio, y construir sociedades que se opongan al descarte. Como comunidad global, el destino del extranjero es un reflejo de nuestra fidelidad a los valores más profundos del cristianismo.

La cuestión no es solo qué hará Trump como líder político, sino qué haremos nosotros como discípulos de Cristo. ¿Elegiremos el camino de la indiferencia, o responderemos activamente al llamado a construir un mundo más justo, con gestos concretos de amor y misericordia? Nosotros, ¿somos constructores de puentes o muros?

Padre Lean