Ayer 5 de julio, el presidente Javier Milei afirmó públicamente que la justicia social es un pecado capital, que se opone a los mandamientos y que representa una forma de “envidia con retórica”. Estas declaraciones, realizadas en el marco de un acto religioso en Chaco, no pueden pasar desapercibidas para quienes creemos en el mensaje del Evangelio y en la Doctrina Social de la Iglesia Católica.
Desde la fe cristiana, no podemos dejar de levantar la voz. No para entrar en una discusión política más, sino para reafirmar lo esencial: la justicia social no solo no es un pecado, sino que es una exigencia evangélica, una manifestación concreta del amor a Dios y al prójimo.
Jesús fue claro al enseñarnos que amar a Dios va de la mano de amar al prójimo. En la parábola del juicio final (Mateo 25, 31-46), nos dice: “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, preso y me visitaste”. Y agrega: “Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”.
¿No es acaso esto la justicia social? ¿No es buscar que nadie quede afuera, que todos tengan lo necesario para vivir dignamente?
Llamar “pecado” a esa búsqueda, a ese compromiso por los pobres, es tergiversar el corazón del Evangelio. Es olvidar que Jesús se hizo pobre, vivió entre los marginados, denunció a los poderosos que oprimen y defendió la dignidad de los pequeños.
Lejos de condenar la justicia social, la Iglesia la enseña y la promueve como parte esencial de su misión. Ya en 1891, el Papa León XIII, con la encíclica Rerum Novarum, denunció los abusos del capitalismo salvaje y defendió los derechos de los trabajadores. Más tarde, el Concilio Vaticano II proclamó que “la justicia social exige el respeto efectivo de la dignidad humana” (Gaudium et Spes, 63).
San Juan Pablo II enseñó que “la lucha por la justicia social debe animar la vida cristiana cotidiana” (Centesimus Annus, 58). Benedicto XVI dijo que “la caridad necesita de la justicia” (Caritas in Veritate, 6). Y el Papa Francisco ha repetido incansablemente que la opción preferencial por los pobres es un principio teológico, antes que cultural, sociológico o político (Evangelii Gaudium, 198).
El presidente contrapuso la justicia social a la caridad, como si fueran opuestas. Pero la caridad no se reduce a dar limosnas ni a actos individuales de buena voluntad. La verdadera caridad —la que nace del amor de Dios— exige cambiar las estructuras que generan exclusión, pobreza y desigualdad. La caridad cristiana impulsa a construir una sociedad más justa, donde todos puedan participar.
La justicia social no es robarle a uno para darle a otro, como dijo el presidente. Es, más bien, asegurar que los bienes creados por Dios estén al servicio de todos, como enseña el principio del destino universal de los bienes.
Hay palabras que duelen. No porque nos afecten personalmente, sino porque hiere la conciencia cristiana escuchar a un líder decir que preocuparse por los demás es pecado. La Iglesia nunca podrá callarse ante estas afirmaciones.
Porque donde hay un pobre abandonado, allí está Cristo. Donde hay un niño con hambre, un anciano sin remedios, una familia sin techo, allí se juega la credibilidad de nuestra fe.
No queremos una fe que se encierre en los templos. Queremos una fe que salga a las calles, que toque las heridas del pueblo, que no tema hablar de justicia, pan, tierra, trabajo, salud y educación.
El Papa Francisco nos recuerda: “La política tan denigrada, es una de las formas más altas de la caridad, porque busca el bien común” (Fratelli Tutti, 180). Y no hay bien común posible sin justicia social.
Hoy más que nunca, como Iglesia, debemos decir con claridad: la justicia social no es pecado, es fidelidad al Evangelio. No es una ideología, es una exigencia del Reino de Dios. No es envidia, es amor. No es resentimiento, es esperanza.
Y si algún día nos acusan de luchar demasiado por los pobres, por los débiles, por los que no tienen voz… entonces sabremos que vamos por el buen camino. Porque ese fue también el camino de Jesús.
Padre Leandro