Lunes Santo: La muerte de Cristo es fuente de vida


De los Sermones del Papa san León Magno

Amadísimos, les hemos exhortado no sin motivo, según creo, a participar en la cruz de Cristo, de modo que la vida de los creyentes obre en sí misma el sacramento pascual, y lo que es venerado en la fiesta sea celebrado en la vida. Ustedes mismos han podido comprobar cuán útil es esto, y por su devoción han aprendido cuánto aprovechan a las almas y a los cuerpos los ayunos más prolongados, las oraciones más frecuentes y las limosnas más generosas. Apenas si habrá quien no haya sacado provecho de este ejercicio y no haya atesorado en lo secreto de su corazón algo de lo que justamente pueda alegrarse.

Ya que hemos querido dedicarnos a la observancia de cuarenta días a fin de experimentar algo de la cruz en el tiempo de la pasión del Señor, debemos esforzarnos por asociarnos también a la resurrección de Cristo, y pasar, mientras todavía estamos en este cuerpo, de la muerte a la vida. Porque para todo hombre que por la conversión, cualquiera que esta sea, pasa de un estado a otro, el fin es no ser lo que era, y comenzar a ser lo que no era. Pero es importante saber para quién se muere y para quién se vive, ya que existe una muerte que es causa de vida y una vida que es causa de muerte. Y sólo en este efímero mundo puede optarse por una u otra; y de la calidad de las acciones temporales depende la diferencia de las retribuciones eternas. Debemos, pues, morir al diablo y vivir para Dios, debemos abandonar la iniquidad, para resurgir a la justicia. Y puesto que, como dice la Verdad, nadie puede servir a dos señores, sea nuestro Señor no el que a los que están de pie arrastra a la ruina, sino el que a los abatidos levanta a la gloria.

Dice el Apóstol: El primer hombre, salido de la tierra, es terrestre; el segundo, viene del cielo. Como el hombre terrestre, así son los hombres terrestres; como el celeste, así serán los celestes. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terrestre, llevaremos también la imagen del celeste. Debemos gozarnos grandemente de esta transformación, mediante la cual pasamos de la innoble condición terrena a la dignidad celestial, por la inefable misericordia de aquel que, para elevarnos hasta él, descendió hasta nosotros, de modo que no sólo asumió la sustancia, sino también la condición de la naturaleza pecadora, y permitió que la divina impasibilidad padeciera en su persona lo que en su extrema miseria experimenta la humana mortalidad.