Los cinco venenos de la fe que preocupan al Papa


Las cuestiones que preocupan al Papa cuando contempla la situación de la Iglesia se ven en los gestos y las intervenciones que han llenado su agenda desde septiembre. Aunque estos problemas no son recientes, sí que en esta fase tan delicada, han tomado nuevo protagonismo.

El primer “veneno” es el de una fe “formal” reducida a práctica religiosa. El que reduce el catolicismo a “una lista de cosas por hacer, como si, una vez hechas, pudiéramos considerar que nuestro turno terminó”. Sería una religiosidad que se olvida de Dios, apagada, y que por lo tanto no puede iluminar.

Para contrastarlo, el domingo 20 de octubre celebró una canonización en el que propuso el ejemplo de catorce nuevos santos, que tradujeron su fe en decisiones generosas. Se trata de los “Mártires de Damasco”, siete frailes españoles y uno austriaco que viajaron a Siria para atender a los católicos y que en 1860, durante un conflicto entre musulmanes y cristianos, rechazaron refugiarse en casa del gobernador para no abandonar a su comunidad, y fueron asesinados junto a tres laicos. También, del sacerdote italiano Giuseppe Allamano (1851-1926) quien fundó los “Misioneros de la Consalata” para enviar a laicos, sacerdotes y religiosas a países donde el catolicismo tenía poca presencia; Elena Guerra (1835-1914), precursora de la Renovación Carismática del Espíritu Santo, injustamente expulsada de la congregación que ella misma fundó; y la canadiense Marie-Léonie Paradis (1840-1912), también fundadora de una institución dedicada a tareas domésticas en residencias sacerdotales, seminarios y colegios.

Piensa que el formalismo es un veneno porque da lugar a un modo de vivir el cristianismo que ni entusiasma ni se entusiasma, a una fe que no quiere mezclarse con los problemas y desafíos de la sociedad, y que a menudo utiliza la doctrina o la práctica religiosa como piedra para atacar a otros.

Está emparentado con el segundo veneno, que es el de la “fe sin humanidad”, una religiosidad aislada “al vacío” en la relación con Dios. Por eso, el 1 de octubre, en la víspera del sínodo, durante una vigilia penitencial mencionó pecados como la falta de valentía en reconocer el derecho a la vida, haber “silenciado, subyugado y explotado” a la mujer, la complicidad con la esclavitud y el colonialismo o los abusos a menores, y pidió perdón no sólo “a Dios” sino también a quienes han sido heridos por estas faltas.

Le gusta decir que la fe “toca las heridas de la humanidad” y las detecta. Por eso en Singapur quedó deslumbrado por sus rascacielos y avenidas, pero le inquietó no ver niños por la calle. Y por eso también denuncia las guerras, las condiciones que obligan a miles de personas a escapar de su país y convertirse en refugiados, la indiferencia ante la soledad de los enfermos y de los ancianos, o el deber moral de votar en unas elecciones.

El tercer veneno es el de la comodidad. Le preocupa una Iglesia que renuncie a ser misionera y cuide solo de quienes aceptan su propuesta. Es el peligro de dedicar las mejores energías a la “autoconservación”, es decir, a defender posiciones o espacios de decisión, en vez de a la “evangelización”, que es mostrar que el mensaje cristiano abre el horizonte a una vida más plena. No se trata de “convencer” con argumentos incontrovertidos, sino de tender una mano a las personas allá donde se encuentran.

En septiembre, a sus 87 años, Francisco se desplazó hasta una misión sin agua ni electricidad en la costa norte de Papúa Nueva Guinea, en el corazón de la selva. Allí, a orillas del Océano Pacífico, cinco sacerdotes de la Congregación del Verbo Encarnado atienden a varios miles de personas esparcidos en aldeas aisladas, en un entorno marcado por la violencia contra las mujeres, la degradación humana y el recurso al asesinato para resolver los problemas. Como respuesta, además de una iglesia, han construido dos escuelas y un centro de acogida para niñas abusadas o maltratadas. También han formado una orquesta, la única del país, para que la belleza de la música humanice esta sociedad. Como resultado, sus 120 músicos, todos adolescentes, han decidido no abandonar la escuela.

Francisco tuvo varios discursos durante esa visita, y uno de los misioneros los iba traduciendo al inglés, a pesar de que muy pocos hablan esta lengua. Sólo una minoría de los 25.000 que asistieron entendieron lo que dijo Francisco, pero el principal mensaje fue su presencia en aquel lugar remoto.

El Papa está convencido de que dirigirse a las personas “allá donde se encuentran” es una cuestión geográfica pero también existencial, y que se concreta en “respetar la realidad” de cada uno y salir a su encuentro para hablarle de Dios allí donde se encuentra y no donde sería “correcto” u “oportuno” que esté. Este “realismo” le ha llevado entre otras cosas a renovar por otros cuatro años el acuerdo “secreto” y “provisional” con Pekín para nombrar nuevos obispos, a pesar de las críticas de quienes consideran equivocado pactar con un régimen que reprime la libertad religiosa.

El veneno que más le inquieta es el de una fe polarizada, contagiada y retroalimentada por una sociedad polarizada. Se trata de vivir la fe “contra” otros, tener dificultad para trabajar junto a aquellos con quienes no se está de acuerdo, y leer la vida de la Iglesia en clave de bandos opuestos y enfrentados: Francisco contra Benedicto, la curia contra el Papa, conservadores contra liberales.

Ya en 2020 Francisco vio que la crispación dificulta que mejore la sociedad e intentó vacunar a los católicos con la encíclica Fratelli tutti. Allí recordó que Dios “ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos”. Quizá ya era tarde.

Ahora se ve obligado a desenmascarar a quienes usan la fe para fomentar divisiones y aumentar el odio, ya sea en procesos electorales, guerras o políticas sociales. Para este principio, no admite excepciones. Tuvo que levantar la voz contra la decisión de Ucrania de obligar a sus parroquias a romper vínculos con la Iglesia ortodoxa rusa. “Por favor, que ninguna Iglesia cristiana sea abolida directa o indirectamente. Que a los que quieran rezar se les permita rezar en la que consideren su Iglesia”, clamó Francisco a finales de agosto.

En un mundo que subraya las diferencias, piensa que la tarea de los católicos es unir, que no significa renunciar a los propios principios o evitar la discusión. Lo mostró en Bélgica, donde fue recibido con hostilidad tanto por autoridades civiles como por alumnos y profesores de las dos universidades de Lovaina, pero escuchó sus reclamaciones, respondió a algunas de ellas y defendió su propuesta sin caer en rupturas o condenas.

El último veneno es el de la indiferencia, el de una Iglesia que no sea “sinodal” y no tenga en cuenta la perspectiva del resto de creyentes. La sinodalidad que propone Francisco es exigente, pues comienza por una “conversión espiritual” que incluye permitir que Dios sea el “fundamento de nuestra vida personal y comunitaria, en todos los ámbitos”.

De ahí deriva un nuevo modo de considerar la realidad, una “conversión de la mirada”, y una “conversión de las relaciones” para comportarse de modo que la Iglesia sea efectivamente “pueblo” de Dios y todos los bautizados estén implicados como “familia” en su día a día. La sinodalidad supone despertar la responsabilidad personal de todos los católicos en la misión de la Iglesia, que es la evangelización.

Se traduce aparentemente en una cultura de mayor transparencia por parte del gobierno, en disponibilidad por parte de los laicos, en abrir espacio a la participación de todos –especialmente a las mujeres–, y en velar por la unidad sin devaluar la especificidad de cada grupo.

En esta línea podría leerse la lista de nuevos cardenales anunciados por el Papa. La mayoría de esos 20 eclesiásticos son o han sido elegidos presidentes de conferencias episcopales regionales o nacionales, y Francisco aprecia su capacidad para reunir consensos. También proceden de lugares muy variados, en general países donde los católicos son minoría y sienten la obligación de dialogar con la sociedad y de mostrar su fe más con obras que con palabras.

En opinión de Francisco, es el perfil que permite afrontar con vigor los actuales desafíos de la Iglesia, y contrastar las trampas que envenenan la fe.

Por @javierMbrocal  para Aceprensa