La voz del pueblo y la sordera del poder


El deseo de poder es una de las tentaciones más antiguas de la humanidad. Desde las narraciones bíblicas hasta los episodios recientes de nuestra historia, la ambición desmedida por el control y la dominación ha mostrado su capacidad de dividir sociedades, destruir principios éticos y enterrar la dignidad humana. Uno de los casos contemporáneos más emblemáticos es el del dictador Nicolás Maduro, quien ha retenido el poder en Venezuela de manera autoritaria, ignorando la voz de un pueblo que clama justicia, libertad y un cambio urgente.

En lugar de responder con apertura a las necesidades de millones de venezolanos que sufren las consecuencias de una grave crisis humanitaria, el régimen se aferra al poder temporal, reescribiendo las reglas del juego democrático a conveniencia. Es como si el eco de las palabras del filósofo Lord Acton resurgiera con fuerza: «El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente». Esta situación invita a reflexionar no solo sobre los peligros del autoritarismo, sino también sobre la virtud que con demasiada frecuencia falta en los líderes: la humildad.

La voz popular: un llamado a escuchar

En el caso de Venezuela, la voz del pueblo ha sido valiente, clara e insistente. A través de movilizaciones, votaciones y llamados internacionales, los venezolanos han mostrado su deseo de una transformación profunda. Sin embargo, la sordera del poder persiste. Escuchar la voz popular no es un signo de debilidad; por el contrario, es un acto de profunda valentía y humildad. La humildad implica reconocer que el liderazgo no se trata de dominar, sino de servir; no de perpetuarse, sino de construir un camino para otros. El Papa Francisco lo expresó con claridad: «El verdadero poder es el servicio».

La falta de esta humildad lleva al estancamiento político y al sufrimiento de las comunidades, algo que trasciende a Venezuela y afecta a cualquier sociedad donde el poder se idolatra.

La Humildad: un camino para todos

Si bien es fácil señalar la arrogancia de quienes están en posiciones de poder, esta reflexión también nos interpela de manera personal. ¿Cuántas veces nosotros mismos caemos en el error de aferrarnos a nuestros pequeños «poderes» en la vida cotidiana? En el trabajo, la familia o la comunidad, a menudo preferimos imponer nuestra opinión antes que escuchar, o buscamos reconocimiento antes que servir.

La humildad es una virtud que trasciende ideologías y sistemas; es, en palabras de San Agustín, «la base de toda grandeza». Nos permite mirar nuestras limitaciones y reconocer la dignidad del otro, abriéndonos al diálogo y al aprendizaje mutuo. Si aspiramos a un mundo donde el servicio prime sobre el poder, debemos empezar por nosotros mismos: aprender a ceder, a escuchar y a amar desde lo pequeño.

¿Qué elegimos: poder o servicio?

El dilema entre el poder y la humildad se presenta a cada ser humano. Mientras en Venezuela se lucha contra un poder que se ha vuelto ciego ante las necesidades del pueblo, cada uno de nosotros debe preguntarse: ¿Estoy utilizando mi «pequeño poder» para construir o para imponer? ¿Tengo la capacidad de escuchar cuando mi voz no es la única que importa?

La historia nos enseña que las figuras más grandes no fueron aquellas que acumularon poder sin medida, sino aquellas que pusieron su autoridad al servicio del bien común. Jesús mismo, quien renunció a su poder divino para encarnarse como uno de nosotros, nos muestra que la verdadera grandeza está en la entrega.

Hoy, mientras vemos a un pueblo resistir y a líderes persistir en el egoísmo, preguntémonos cómo nuestra propia humildad puede ser un camino de reconciliación y esperanza. Porque, al final, solo quien se inclina a escuchar es capaz de construir un futuro verdaderamente humano.

Bendecida semana, Padre Lean