La polarización política y el deterioro de la cultura cívica


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En tiempos donde el debate público parece más una competencia de agravios que un intercambio de ideas, cabe preguntarse qué nos está pasando como sociedad. ¿Cuándo dejamos de escuchar para empezar a atacar? ¿En qué momento el adversario político se convirtió en enemigo moral?

Días atrás, en el programa “Mesa de Diálogo” emitido todos los días sábados por la radio Tupambaé, la licenciada en Comunicación Social e investigadora en opinión pública Carla Chini advertía sobre el impacto negativo de los discursos de odio en la convivencia democrática. “Debemos recuperar los valores de antes”, afirmaba, señalando la urgencia de reivindicar prácticas sociales que fortalezcan el tejido colectivo.

Este llamado no es aislado. Diversos estudios coinciden en que la polarización política en Argentina no es solo ideológica, sino también afectiva. Así lo explican los investigadores Esteban Freidin, Rodrigo Moro y María Inés Silenzi, quienes definen este fenómeno como “polarización afectiva”, una dinámica en la que las emociones negativas hacia quienes piensan distinto superan cualquier posibilidad de diálogo. Ya no se trata de discutir modelos de país, sino de descalificar al otro como persona.

La Encuesta Nacional de Polarización Política, realizada por la consultora Trends, refuerza esta percepción: el 52% de los argentinos afirma sentir más enojo y enfrentamiento político que hace dos años. Este dato no es menor. Revela que el malestar no se limita a las instituciones, sino que se filtra en los vínculos cotidianos. La política se ha convertido en un campo de batalla simbólico donde el respeto y la escucha parecen haber sido desplazados por la agresión y el
desprecio.

Esta lógica de confrontación permanente erosiona lo que los politólogos Gabriel Almond y Sidney Verba denominaron “cultura cívica”. En su estudio The Civic Culture, desarrollado en la Universidad de Princeton, advertían que una democracia estable necesita ciudadanos que participen activamente, confíen en las instituciones y respeten las reglas del juego. Sin esos pilares, la democracia se vuelve frágil.

Desde esta perspectiva, los discursos de odio no solo niegan la legitimidad del otro, sino que socavan la confianza en las instituciones y en el proceso democrático. Cuando el debate se reemplaza por la agresión, cuando la diferencia se vive como amenaza, estamos debilitando los fundamentos de la cultura cívica. Y sin cultura cívica, la democracia pierde estabilidad y se vuelve vulnerable.

Recuperar esa cultura implica volver a poner en valor el respeto, la tolerancia y la deliberación. No se trata de evitar el conflicto -porque el conflicto es inherente a la política- sino de encauzarlo dentro de marcos democráticos. Como sociedad, necesitamos reconstruir espacios de diálogo que nos permitan convivir en la diferencia.

La advertencia de Carla Chini, los estudios académicos y los datos de la encuesta convergen en una misma conclusión: estamos ante una encrucijada. Podemos seguir profundizando la grieta o podemos empezar a cerrar heridas. La decisión, aunque colectiva, empieza por cada uno de nosotros.

(*) Marcelo Servin: Profesor en Ciencia Política – Maestrando en Ciencias Sociales y Humanidades por la Universidad Nacional de Quilmes.