Diciembre intensifica la presión por mostrarse bien y cerrar el año con imágenes de plenitud. Especialistas advierten sobre el impacto emocional de este mandato y proponen cambiar el foco: pasar de la perfección idealizada a una alegría posible, humana y suficiente.
Diciembre suele vivirse como un tiempo condensado. En pocas semanas se acumulan balances, cierres y evaluaciones personales. A ese proceso habitual se suma hoy una exigencia cada vez más extendida: no alcanza con terminar el año, también parece necesario demostrar que se lo hizo “bien”. En ese contexto, la felicidad deja de ser una vivencia íntima para transformarse en una puesta en escena, especialmente en redes sociales.
El problema no es celebrar, sino la idea de que la celebración debe verse impecable y que la emoción correcta es una felicidad idealizada, completa, sin grietas. Una felicidad pensada para ser exhibida y validada, incluso por encima de ser realmente vivida.
Las redes sociales no inventaron esta presión, pero sí funcionan como su mayor amplificador. En Argentina, hacia fines de 2025 se estimaban alrededor de 32,9 millones de identidades de usuarios de redes sociales, lo que representa más del 70% de la población. Esta exposición constante convierte lo íntimo en una vidriera permanente donde se comparan viajes, brindis, familias armónicas y “cierres de ciclo” prolijamente editados.
De allí surge una sensación frecuente en la consulta clínica: “todos están bien, menos yo”. Sin embargo, una mirada más desapegada muestra que la ecuación “redes sociales = daño” no se sostiene de manera lineal. La evidencia científica indica que los efectos del uso de redes sobre el bienestar suelen ser modestos y dependen en gran medida del contexto y del modo de utilización. No es lo mismo participar activamente que consumir de manera pasiva la vida ajena.
Un metaanálisis que reunió más de 140 estudios coincide en este punto: el problema no es la herramienta, sino el modelo emocional que se refuerza. La pregunta central no es si las redes son culpables, sino qué tipo de felicidad se presenta como norma y se intenta alcanzar.
La felicidad perfecta funciona como un ideal de rendimiento emocional. No basta con estar bien: hay que estarlo de un modo visible, exhibible, optimizado. Como todo ideal imposible, produce dos efectos conocidos: ansiedad por alcanzarlo y vergüenza por no lograrlo. La comparación social —habitualmente “hacia arriba”, con versiones editadas de la vida de otros— intensifica sentimientos de insuficiencia, atraso vital y, en algunos casos, una soledad subjetiva: estar rodeado de gente, pero sentirse fuera de lugar.
Diciembre, además, actúa como un amplificador emocional. A la expectativa social de alegría se suman duelos, tensiones familiares, presiones económicas y cansancio acumulado. Una encuesta de la American Psychological Association mostró que casi nueve de cada diez adultos reportan mayores niveles de estrés en esta época del año, vinculados principalmente al dinero, las ausencias y los conflictos interpersonales.
Frente a este escenario, existe un giro posible y saludable: cambiar el objetivo. Pasar de perseguir una felicidad perfecta a aceptar una alegría suficiente. El psicoanalista Donald Woods Winnicott hablaba de la importancia de lo “suficientemente bueno” como base de la salud psíquica. Trasladado al bienestar emocional, implica renunciar a la perfección para habitar una forma de estar bien más realista y vivible.
¿Qué es una alegría suficiente? Poder disfrutar sin exigir que cada momento sea extraordinario; compartir sin convertir cada escena en una prueba de bienestar; aceptar que el año fue mixto, con luces y sombras, y que aun así existen motivos legítimos para agradecer. En la práctica clínica, muchas veces el progreso aparece cuando una persona reemplaza el ideal de “vida perfecta” por una narrativa más humana, con logros y pendientes, con amor y fastidio, sin que eso sea sinónimo de fracaso.
Esta felicidad imperfecta tiene una ventaja fundamental: permite hacer algo concreto por ella. Algunas estrategias simples pueden ayudar en ese camino. Retrasar la exhibición en redes, por ejemplo, vivir primero la experiencia sin pensar en el posteo, y publicar después —si es que se desea hacerlo— cambia la pregunta central de “cómo se ve” a “cómo lo viví”. En otros casos, el malestar no proviene de estar en redes, sino de hacerlo exclusivamente como espectador permanente.
Otra opción es recuperar rituales pequeños y propios. Las sociedades tradicionales ordenaban el tiempo con gestos: la mesa compartida, el brindis, las visitas, las llamadas. Hoy, muchas de esas prácticas fueron reemplazadas por un consumo constante de estímulos. Una caminata después de cenar, cocinar con alguien, llamar a una persona significativa o escribir algo por lo cual agradecer son gestos antiguos que siguen teniendo valor.
También resulta clave pasar de la comparación a la vinculación. No es lo mismo preguntarse “cómo estoy frente a otros” que “con quién comparto lo que vivo”. Cuando el fin de año se vive como un ranking, la mente juzga; cuando se vive como encuentro, se activan procesos más empáticos y reparadores.
Hay además un punto central: lo que se finge no se procesa. La felicidad perfecta, cuando funciona como máscara, impide elaborar lo que duele. Lo no elaborado suele reaparecer en forma de irritabilidad, explosiones emocionales o ese vacío característico de enero, cuando “ya pasó todo”. La alegría imperfecta, en cambio, permite estar bien sin negar lo que falta.
Por eso, en lugar de buscar un balance total y definitivo del año —que muchas veces deriva en una autocrítica severa— puede resultar más útil un cierre parcial y honesto. Detectar qué drenó energía, qué hizo bien y qué vale la pena repetir. Incluso escribirlo, de manera simple, puede ayudar a ordenar la experiencia.
En cuanto a las fiestas, una noche “suficientemente buena” vale más que decenas de imágenes perfectas. Tal vez no salga como se esperaba, pero será real. Y en un fin de año tan cargado de expectativas, esa autenticidad puede ser más que suficiente.

