(*) Marcelo Servin (Profesor en Ciencia Política – Maestrando en Ciencias Sociales y Humanidades U.N.Q).
La democracia, en tanto régimen político supone una considerable -aunque mesurada- dosis de conflicto, es decir, la manifestación y expresión de desacuerdos en las sociedades contemporáneas, esto no solamente es normal, sino que es saludable para la misma Democracia. Sin embargo, cuando la dosis de conflicto supera la de acuerdos y consensos -elementos que también son esenciales de la Democracia-, entonces ahí estamos en graves problemas.
El miércoles pasado hemos visto cómo la agresión se volvió casi incontrolable en el recinto de la Cámara de Diputados de la Nación, cuando las diputadas Juliana Santillán (La Libertad Avanza) y Paula Penacca (Unión por la Patria) se cruzaron en una discusión subida de todo en la que casi terminan a los golpes. Además, se reprodujeron fuertes insultos al legislador José Luís Espert. Todo esto generó el cierre inmediato de la sesión.
Estas escenas de violencia discursiva no son nuevas. De manera frecuente vemos y escuchamos como el actual presidente y otros actores políticos de gran relevancia profesan insultos, agravios y descalificaciones destinadas a quienes se encuentran en un sector político e ideológico diferente. Parecería ser que en nuestro país no se puede tolerar la pluralidad ideológica. Se aspira a un pensamiento único, en donde el que piensa diferente se convierte irremediablemente en enemigo. Lo cual es lamentable. Ante este panorama nos queda preguntar: ¿Qué país estamos construyendo? ¿Qué futuro tiene nuestra democracia en donde el pensar diferente es motivo de odio e insultos?
Es fundamental entender que la democracia no solo se basa en la coexistencia de opiniones diversas, sino también en el respeto hacia quienes sostienen esas diferencias. Cuando el debate político deriva en ataques personales y descalificaciones constantes, se socava la base misma sobre la cual se sustenta nuestra convivencia democrática. La política debería ser un espacio para construir consensos y buscar soluciones comunes, no un campo de batalla donde prevalece el enfrentamiento sin límites.
Además, es necesario que los líderes políticos asuman su responsabilidad como ejemplos para la sociedad. El lenguaje que utilizan y las actitudes que promueven tienen un impacto directo en cómo los ciudadanos perciben y practican la democracia. Fomentar una cultura política basada en el diálogo respetuoso y constructivo es clave para evitar que las diferencias ideológicas se conviertan en fuentes de división profunda y violencia social.
La democracia nos invita a participar con responsabilidad y a exigir espacios donde se pueda expresar libremente la pluralidad sin miedo a represalias o estigmatizaciones. Solo así podremos fortalecer nuestras instituciones y construir un país más justo e inclusivo, donde el pensamiento diverso sea valorado como una riqueza y no como una amenaza.