Jubileo de la Esperanza


El 9 de mayo, en la solemnidad de la Ascensión, el Papa Francisco publicó la bula de convocatoria del Jubileo Ordinario del año 2025, Spes non confundit. Se trata del XXXI Jubileo, después del primero proclamado por Bonifacio VIII en 1300. El título es una cita de la carta a los Romanos: «La esperanza no defrauda», porque ofrece la certeza del amor de Dios (cf. Rm 5,5) (n. 1).

Francisco comienza con el deseo de que el Año Santo «sea para todos ocasión de reavivar la esperanza» (n. 1). El Jubileo se abre en una dimensión de evangelización universal, para todos: va más allá de las fronteras eclesiales, porque «en el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana» (ibid.). Si la vida se compone de alegrías y tristezas, de pruebas y dificultades, y si la esperanza parece derrumbarse ante el sufrimiento, Pablo, de manera desconcertante, escribe: «Nos gloriamos hasta de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza (Rm 5,3-4)» (n. 4). La «constancia» (o «paciencia»), combinada con la esperanza, consiste en mantenerse firme en las pruebas, no desanimarse, perseverar, no tener prisa en una época en la que estamos acostumbrados a quererlo todo e inmediatamente.

El camino que es la vida

De este entrelazamiento de «esperanza» y «paciencia» surge la vida cristiana como «un camino», del que la peregrinación es un signo, «típico de quienes buscan el sentido de la vida» (n. 5). Es un viaje que requiere tiempos fuertes para alimentarse y fortalecerse, a fin de vislumbrar la meta: «el encuentro con el Señor Jesús» (ibid.). Este encuentro guía a los peregrinos que vendrán a Roma y a los que visitarán las iglesias jubilares para celebrar el Año Santo.

En la historia, muchas veces la gracia del perdón ha sido concedida a los fieles de un modo nuevo y especial: el «perdón» de Celestino V en 1294, y aún antes, en 1216, la gracia jubilar solicitada por san Francisco a Honorio III para la Porciúncula, así como la de 1122 por Calixto II para la peregrinación a Santiago de Compostela (cf. ibid.). Inicialmente, el Jubileo se celebraba cada 100 años, reduciéndose posteriormente a 50 en 1343 por Clemente VI y a 25 en 1470 por Pablo II. También ha habido Jubileos extraordinarios: en 1933, el convocado por Pío XI para el aniversario de la Redención y retomado en 1983 por Juan Pablo II; el de 2015 por Francisco, para «encontrar el “Rostro de la Misericordia” de Dios», en el 50 aniversario del Vaticano II.

Estos acontecimientos se plasmaron en la «peregrinación» a Roma para venerar las tumbas de los apóstoles en las basílicas de San Pedro y San Pablo. En 1350 se añadieron también las basílicas de Letrán, Santa María la Mayor y San Lorenzo Extramuros. Más tarde, se añadió otro signo, el de la Puerta Santa, posiblemente instituido por Sixto IV o Alejandro VI. Esta «puerta de salvación» indica un encuentro vivo y personal con Cristo (cf. Jn 10, 7.9).

El Año Santo de 2025 tiene algunas características especiales: aun estando en continuidad con los Jubileos anteriores, esta vez cae en el aniversario – 1700 añosde la celebración del primer Concilio Ecuménico de Nicea en 325, un hito en la historia de la Iglesia «[que] tuvo la tarea de preservar la unidad, seriamente amenazada por la negación de la plena divinidad de Jesucristo y de su misma naturaleza con el Padre» (n. 17). El Concilio se ocupó también de la datación de la Pascua. Por una coincidencia providencial, en 2025 la fecha de esta fiesta caerá el mismo día para todos los cristianos: el 20 de abril. El Papa espera que sea una invitación general a dar un paso decisivo hacia la unidad estableciendo una fecha común para la solemnidad. El Año Santo coincide también con el aniversario – el 9 de noviembre de 2024 – de los diecisiete siglos de la Basílica de San Juan de Letrán, catedral del Obispo de Roma, y apunta al mismo tiempo hacia 2033, cuando «se celebrarán los dos mil años de la Redención» (n. 6).

Este Jubileo comenzará con la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, el 24 de diciembre, y se clausurará el día de la Epifanía de 2026. El Papa indica también que el domingo 29 de diciembre de 2024, en todas las catedrales, los obispos diocesanos celebrarán la Eucaristía como solemne apertura del Año Santo con el anuncio de la Indulgencia Jubilar.

El anuncio y los signos de la esperanza

Una novedad de la Bula consiste en presentar juntos el anuncio de la esperanza y los signos que la hacen concreta y tangible, con una referencia a la Gaudium et spes: «Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio». Por tanto, los signos de los tiempos, que revelan la aspiración del corazón humano necesitado de salvación, deben transformarse en obras que hagan viva y tangible la esperanza.

El primero debe ser «la paz para el mundo, que vuelve a encontrarse sumergido en la tragedia de la guerra. La humanidad, desmemoriada de los dramas del pasado, está sometida a una prueba nueva y difícil cuando ve a muchas poblaciones oprimidas por la brutalidad de la violencia» (n. 8). El Papa se pregunta con aprensión si es demasiado soñar que las armas se callen y dejen de traer destrucción y muerte. «El Jubileo nos recuerde que los que “trabajan por la paz” podrán ser “llamados hijos de Dios” (Mt 5,9)» (ibid.). Que no falten, tampoco, esfuerzos diplomáticos para construir una paz duradera.

El segundo signo palpable de esperanza es «una visión de la vida llena de entusiasmo para compartir con los demás» (n. 9). Hoy vemos en nuestro mundo la «pérdida del deseo de transmitir la vida» (ibid.), con un descenso impresionante de la natalidad. Desgraciadamente, hay que señalar la incomprensión de quienes «culpan al aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos, [lo que] es un modo de no enfrentar los problemas». Todos los creyentes y toda la sociedad civil tienen la tarea de testimoniar con la fecundidad del amor «el deseo de los jóvenes de engendrar nuevos hijos e hijas» para dar un futuro a su sociedad: «es un motivo de esperanza: porque depende de la esperanza y produce esperanza» (ibid.). Más aún: la comunidad cristiana debe apoyar «la necesidad de una alianza social para la esperanza, […] que trabaje por un porvenir que se caracterice por la sonrisa de muchos niños y niñas» (ibid.).

La tercera manifestación de esperanza se refiere a los hermanos y hermanas que viven en condiciones de penuria. El Papa menciona a «los presos que, privados de la libertad, experimentan cada día —además de la dureza de la reclusión— el vacío afectivo, las restricciones impuestas y, en bastantes casos, la falta de respeto» (n. 10). Sería deseable prever para ellos iniciativas de esperanza como formas de amnistía, remisión de penas, vías de reinserción en la sociedad, respeto de los derechos humanos.

Por desgracia, la pena de muerte sigue existiendo en algunos países: los creyentes en particular, y los obispos en primer lugar, deberían esforzarse por abolirla. Es contraria a la fe cristiana y destruye toda esperanza. La Bula recuerda que la Escritura, anunciando el Jubileo, proclama la «liberación en la tierra para todos sus habitantes» (Lev 25,10) (ibid). Jesús mismo, al comienzo de su ministerio en Nazaret, citó al profeta Isaías: «El Señor me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor» (Is 61,1-2)». Para ofrecer un signo de proximidad a los presos, Francisco desea abrir una Puerta Santa en una cárcel, como signo concreto de esperanza y de compromiso por la vida.

Ofrezcamos otro gesto a los enfermos de nuestras casas u hospitales: la cercanía de las personas que los visitan y el afecto que reciben pueden aliviar su sufrimiento, ya que las obras de misericordia son también obras de esperanza. Además, cuidar de ellos es «un canto a la dignidad humana» (n. 11).

También hay que apoyar a los jóvenes para que tengan confianza en sí mismos, pues a menudo ven desvanecerse sus sueños. Es bonito verles entusiasmados cuando se implican en tareas de voluntariado en situaciones de catástrofe o de dificultad social, pero es triste verles desanimados: «La ilusión de las drogas, el riesgo de caer en la delincuencia y la búsqueda de lo efímero crean en ellos, más que en otros, confusión y oscurecen la belleza y el sentido de la vida» (n. 12). Que el Jubileo sea en la comunidad cristiana una renovada pasión por cuidar a los jóvenes, a los estudiantes, a los novios. Ellos son el futuro y la esperanza del mundo y de la Iglesia.

Que no falten signos de cercanía y acogida a los emigrantes, exiliados, refugiados, que abandonan su tierra huyendo de guerras, violencias, discriminaciones, en busca de un futuro mejor. Sobre todo, que la comunidad cristiana esté siempre dispuesta a defender el derecho de los más débiles, según la palabra del Señor: «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo (Mt 25, 35.40)» (n. 13).

Por último, Francisco pide gestos que expresen apoyo y cercanía hacia los ancianos, a menudo solos y abandonados, abriéndoles así a la esperanza; en particular hacia los abuelos y las abuelas, «que representan la transmisión de la fe y la sabiduría de la vida a las generaciones más jóvenes» (n. 14). Sobre todo, invoca tales gestos «para los millares de pobres, que carecen con frecuencia de lo necesario para vivir. […] A menudo no tienen una vivienda, ni la comida suficiente para cada jornada. Sufren la exclusión y la indiferencia de muchos» (n. 15). Y casi siempre son víctimas por causas ajenas a su voluntad.

Llamamientos a la esperanza

Con ocasión del Jubileo, Francisco hace dos llamamientos a quienes tienen en sus manos el destino de la humanidad. La primera es a intentar eliminar el hambre en el mundo, ya que «el hambre es un flagelo escandaloso en el cuerpo de nuestra humanidad y nos invita a todos a sentir remordimiento de conciencia» (n. 16), recordando que los bienes de la Tierra no son para unos pocos privilegiados, sino para todos. En particular, renueva una sentida súplica para que «con el dinero que se usa en armas […], constituyamos un Fondo mundial, para acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres» (ibid.).

El segundo llamamiento se dirige a las naciones ricas y se refiere a la deuda internacional: los países ricos «se comprometen a condonar las deudas de los países que nunca podrán saldarlas» (ibid.). El Papa señala: «Antes que tratarse de magnanimidad es una cuestión de justicia, agravada hoy por una nueva forma de iniquidad de la que hemos tomado conciencia: “Porque hay una verdadera ‘deuda ecológica’, particularmente entre el Norte y el Sur, relacionada […] con el uso desproporcionado de los recursos naturales llevado a cabo históricamente por algunos países» (ibid.). Como enseña el Levítico, la Tierra pertenece a Dios y todos la habitamos como «extranjeros y huéspedes» (Lev 25,23). Se trata de una cuestión fundamental si queremos allanar el camino hacia la paz en el mundo.

La esperanza orienta la vida

La parte central de la Bula nos lleva a reflexionar sobre el objetivo de nuestra esperanza. La esperanza «se fundamente en la fe y se nutre de la caridad» (n. 3). Las tres virtudes teologales enuncian la esencia de la vida cristiana (cf. n. 18), pero la primera establece la orientación de la vida del creyente hacia «la vida eterna como nuestra felicidad» (n. 19). Nuestra fe así lo profesa: «Creo en la vida eterna» (ibid.). La Constitución Gaudium et Spes lo confirma: si falta la esperanza en la vida futura, «la dignidad humana sufre lesiones gravísimas […], y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar». «Nosotros, en cambio, en virtud de la esperanza en la que hemos sido salvados, mirando el paso del tiempo, tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no corre hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que está orientada hacia el encuentro con el Señor de la gloria» (ibid.).

Francisco se detiene en los grandes interrogantes que surgen en nosotros ante la muerte de los seres queridos, donde todo parece terminar en la nada. El apóstol Pablo nos invita a mirar al Señor: «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día» (cf. 1 Cor 15, 3-5). Allí donde Cristo ha pasado por nosotros, está la certeza de que, gracias a Él y al don del bautismo, «la vida no se quita, sino que se transforma», para siempre.

El testimonio más vivo de esta esperanza lo dan los mártires, que, por la fe en Cristo, fueron capaces de entregar su vida por ser fieles al Señor. Siempre han estado presentes en la historia de la Iglesia y también son numerosos en nuestros días. Además, pertenecen a tradiciones cristianas diferentes, por lo que se convierten en «semillas de unidad, porque expresan el ecumenismo de la sangre» (n. 20). Es deseo ferviente del Papa que durante el Jubileo una celebración ecuménica los conmemore.

De ahí la pregunta: «¿Qué será de nosotros, entonces, después de la muerte? Más allá de este umbral está la vida eterna con Jesús, que consiste en la plena comunión con Dios, en la contemplación y participación de su amor infinito» (n. 21). «¿Qué caracteriza, por tanto, esta comunión plena? El ser felices. La felicidad es la vocación del ser humano, una meta que atañe a todos» (ibid.).

Pero, ¿qué felicidad? Por experiencia, todos sentimos que somos felices cuando somos amados: «Soy amado, luego existo; y existiré por siempre en el Amor que no defrauda y del que nada ni nadie podrá separarme jamás» (ibid.). Lo confirma el Apóstol: «Ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, […] ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rm 8,38-39)» (ibid).

El Juicio Final y la Indulgencia Jubilar

Con la vida eterna está relacionado el juicio de Dios, tanto al final de la vida personal como al final de los tiempos. El juicio de un Dios misericordioso, «que es amor (cf. 1 Jn 4,8.16), no podrá basarse más que en el amor, de manera especial en cómo lo hayamos ejercitado respecto a los más necesitados, en los que Cristo, el mismo Juez, está presente (cf. Mt 25,31-46)» (n. 22). El juicio se refiere a la salvación, que Jesús obtuvo para nosotros con su muerte y resurrección.

«Y dado que no es posible pensar en ese contexto que el mal realizado quede escondido, este necesita ser purificado, para permitirnos el paso definitivo al amor de Dios. Se comprende en este sentido la necesidad de rezar por quienes han finalizado su camino terreno; solidarizándose en la intercesión orante que encuentra su propia eficacia en la comunión de los santos, en el vínculo común que nos une con Cristo, primogénito de la creación. De esta manera la indulgencia jubilar, en virtud de la oración, está destinada en particular a los que nos han precedido, para que obtengan plena misericordia» (n. 22). Se trata, por tanto, de una responsabilidad que compromete a todos los creyentes a comunicar la indulgencia de Dios y su misericordia.

La perspectiva en la que Francisco sitúa la indulgencia retoma la novedad que caracterizó el anterior Jubileo de la Misericordia: se basa «en la comunión de los santos». Para dicha comunión «la Madre Iglesia es capaz con su oración y su vida de ir al encuentro de la debilidad de unos con la santidad de otros». Así pues, la indulgencia no es una ganancia («un beneficio»), sino que consiste en «experimentar la santidad de la Iglesia que participa de todos los beneficios de la redención de Cristo».

El concepto se retoma ahora con más insistencia en la infinita misericordia del Señor: «La indulgencia, en efecto, permite descubrir cuán ilimitada es la misericordia de Dios. No sin razón en la antigüedad el término “misericordia” era intercambiable con el de “indulgencia”, precisamente porque pretende expresar la plenitud del perdón de Dios que no conoce límites» (n. 23).

No se puede pasar por alto la originalidad de este Jubileo, que no considera la cuestión de las indulgencias, sino el perdón divino. Y Francisco renuncia a poner al pie de la bula las Disposiciones para la adquisición de las indulgencias jubilares. Se trata de un cambio de perspectiva significativo.

El sacramento de la Penitencia

A continuación, se nos exhorta a redescubrir la belleza del sacramento de la Penitencia, que nos asegura el perdón: «Dios perdona nuestros pecados» (n. 23). Se recuerda oportunamente el salmo 103: «El Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia; […] no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas. Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así de inmenso es su amor por los que lo temen; cuanto dista el oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados» (Sal 103,3-4.8.10-12). La reconciliación sacramental es esencial para nuestro camino de fe, conversión y comunión con el Señor: porque «no hay mejor manera de conocer a Dios que dejándonos reconciliar con Él (cf. 2 Cor 5,20)» (ibid.).

Pero también se precisa que todo pecado «deja huella»: acarrea consecuencias y, aunque sea venial, «entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio» (n. 23). Cabe señalar que este pasaje es una cita del Catecismo de la Iglesia Católica, donde, sin embargo, se menciona la purificación de la «llamada “pena temporal”», que aquí se omite por completo. Hay un salto cualitativo en cuanto a la definición de «indulgencia», calificada ahora como misericordia de Dios. En cuanto a «los efectos residuales del pecado», se afirma que «son removidos por la indulgencia, siempre por la gracia de Cristo, el cual, como escribió san Pablo VI, “es nuestra indulgencia”» (ibid.).

Sobre el perdón, la Bula ofrece una singular clave de interpretación: «El perdón no cambia el pasado, no puede modificar lo que ya sucedió; y, sin embargo, el perdón puede permitir que cambie el futuro y se viva de una manera diferente, sin rencor, sin ira ni venganza. El futuro iluminado por el perdón hace posible que el pasado se lea con otros ojos, más serenos, aunque estén aún surcados por las lágrimas» (ibid.).

Por último, el Papa volvió a confirmar a los Misioneros de la Misericordia, ya instituidos durante el Jubileo anterior, para que lleven el perdón divino allí donde la esperanza es duramente puesta a prueba: en las cárceles, en los hospitales y en los lugares donde la dignidad de la persona es pisoteada.

La conclusión y el logotipo del Jubileo: «Anclados en la esperanza»

La conclusión del documento es una apremiante invitación a escuchar la palabra de Dios, que se dirige a nosotros en nuestro camino hacia el Jubileo. Habiendo buscado refugio en el Señor, «nos sentimos poderosamente estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece. Esta esperanza que nosotros tenemos es como un ancla del alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allí mismo donde Jesús entró por nosotros, como precursor (Hb 6,18-20)» (n. 25).

La imagen del ancla es evocadora y se retoma en el logotipo del Jubileo. Cuatro figuras estilizadas indican la humanidad venida de los cuatro puntos cardinales. Se abrazan la una a la otra para indicar la solidaridad y la fraternidad que deben unir a los pueblos: la primera figura se aferra a la cruz de Cristo, signo de esperanza y ancla de salvación. Debajo de las figuras hay olas, que se mueven para indicar el peregrinaje de la vida que no siempre transcurre en aguas tranquilas. Por eso, la parte inferior de la cruz se convierte en un ancla, signo de estabilidad: indica la esperanza que se opone a las olas y la salvación que viene del Señor. Por último, alrededor del logotipo, la fecha del Jubileo y el lema, Peregrinantes in spem: «Peregrinos de la esperanza».

La bula concluye con una oración a la Virgen: «La esperanza encuentra en la Madre de Dios su testimonio más alto. En ella vemos que la esperanza no es un fútil optimismo, sino un don de gracia en el realismo de la vida» (n. 24). Recuerda la profecía de Simeón de que una espada atravesaría su alma (cf. Lc 2, 34-35) y su presencia al pie de la cruz: «en el tormento de ese dolor ofrecido por amor se convertía en nuestra Madre, Madre de la esperanza» (ibid.). Francisco recuerda la primera aparición de la Virgen, en 1531 en Ciudad de México, al joven Juan Diego, uno de los primeros aztecas convertidos al cristianismo, con un mensaje de esperanza, que hoy repite a todos los peregrinos: «¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre?» (n. 24).

En su carta a Mons. Rino Fisichella, responsable del Jubileo, el Santo Padre recomienda vivir el año 2024, que precede al Año Santo, como «un año intenso de oración, haciendo del “Padre Nuestro” […] el programa de vida de cada uno de sus discípulos».

Francisco ha escrito una «Oración del Jubileo»:

Padre que estás en el cielo, la fe que nos has donado en tu Hijo Jesucristo, nuestro hermano, y la llama de caridad infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, despierten en nosotros la bienaventurada esperanza en la venida de tu Reino.

Tu gracia nos transforme en dedicados cultivadores de las semillas del Evangelio que fermenten la humanidad y el cosmos, en espera confiada de los cielos nuevos y de la tierra nueva, cuando vencidas las fuerzas del mal, se manifestará para siempre tu gloria.

La gracia del Jubileo reavive en nosotros, Peregrinos de Esperanza, el anhelo de los bienes celestiales y derrame en el mundo entero la alegría y la paz de nuestro Redentor. A ti, Dios bendito eternamente, sea la alabanza y la gloria por los siglos.

Amén.

Fuente: Revista “La Civiltá Cattolica”