“El Señor camina con nosotros”. Asumió el nuevo Arzobispo de Buenos Aires


Ha iniciado su ministerio pastoral como Arzobispo de Buenos Aires, Mons. Jorge Ignacio García Cuerva. En la Santa Misa han participado sacerdotes y obispos de todo el país. También estuvo el Presidente de la Argentina, Alberto Fernández.

El Papa Francisco, en horas de la mañana, llamó al Arzobispo enviando un saludo a todos los argentinos.

A continuación se puede leer la homilía que ha dicho Mons. García Cuerva:

“Comienza el evangelio de hoy diciendo: “Jesús volvió a Cafarnaúm y se difundió la noticia de que estaba en la casa”. (Mc 2, 1)

¡Qué buena noticia recibe Cafarnaúm! Jesús los visita; Jesús está entre ellos; como también lo está entre nosotros: en nuestras calles, en nuestros barrios, en cada hermano y hermana que nos cruzamos en la vida vertiginosa de la ciudad. Cy es ésta una hermosa noticia que tenemos para alegrarnos y renovar nuestra esperanza: ¡Jesús camina entre nosotros! Es su mirada cargada de ternura y misericordia, son sus palabras selladas con gestos capaces de sanar corazones heridos y vidas que buscan consuelo y paz, las que convocan a esa multitud a querer estar, ayer, en la casa de Cafarnaúm y hoy en esta, Su casa. Con Jesús nace y renace una y otra vez la esperanza.

Así lo atestigua el evangelio cuando dice: “se reunió tanta gente que no había más lugar ni siquiera delante de la puerta” (Mc 2, 2). Así, también, lo atestiguan tantas de nuestras comunidades diseminadas en los más variados rincones de nuestra querida ciudad cuando se reúnen a escuchar Su palabra, contemplar su mirada y partir el pan. Somos herederos agradecidos de esta certeza que tantos supieron testimoniar con su vida en los lugares más recónditos de la ciudad, principalmente allí donde la vida se peleaba con la muerte. Nos dice el Papa Francisco: “No hay razón para que alguien piense que está invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor»”

Con esta convicción se movieron los cuatro hombres que nos narra el Evangelio, de los que no conocemos sus nombres, de los que no tenemos muchos datos biográficos, pero sí sabemos por los verbos de la narración que

se “hacen cargo” del prójimo: “trajeron entonces un paralítico, llevándolo entre cuatro hombres” (Mc 2, 3). Nadie puede quedarse lejos de la presencia de Jesús, aunque parezca, tantas veces, que no hay lugar para uno más.

En esa casa de Cafarnaúm pudo haber lugar para uno más. Pero para eso, se necesitaba creatividad y audacia. Como la creatividad y audacia de la que hemos sido testigos alguna vez en las mesas familiares haciendo lugar para el que llega de sorpresa, o en los comedores comunitarios en tiempos de pandemia cuando se recibía a todos para que llevaran un plato de comida caliente a sus casas; incluso recuerdo cuando siendo sacerdote en una villa, aunque los pasillos se iban angostando, aunque se vivía el hacinamiento y la precarización de la vivienda, siempre podía haber un pequeño espacio para alguien más. Este, creo es el desafío de todos: que nuestro corazón sea como el de esos cuatros hombres deseosos de hacer lugar para un hermano más.

Que hermoso es dejarnos ungir por esta palabra y poder soñar una Iglesia arquidiocesana y una ciudad con lugar para todos, aunque seamos muchos, aunque haya más gente que en aquella casa de Cafarnaúm. Lugar para todos en el corazón, lugar para todos en nuestras comunidades; y también lugar para todos en la ciudad, sin excluidos, forjando la cultura del encuentro frente a la cultura del descarte y la indiferencia.

Hay una canción, llamada La mesa, de los hermanos Carabajal, que expresa hermosamente todo esto:

“o quisiera que en mi mesa nadie se sienta extranjero que sea la mesa de todos territorio del encuentro. Que sea mesa de domingo mesa vestida de fiesta donde canten mis amigos esperanzas y tristezas”.

Como aquellos hombres del evangelio, hoy estamos llamados a reconocer que, entre nosotros, hay personas, familias, amigos que están sufriendo; que se sienten lastimadas en su esperanza: las familias que siguen llorando a los más de 16.000 fallecidos por Covid en la ciudad; los ancianos abandonados o dejados de lado; quienes sufren adicciones, violencia en todas sus formas, angustia y pánico; quienes viven en situación de calle o en viviendas precarias, o tantos y tantas que, desvelados, hacen “malabares” buscando llegar a fin de mes. En definitiva, quienes ya no tienen ganas de seguir; paralizados en sus sueños, golpeados por una realidad económica y social que duele y que congela el alma. Hacernos cargo, no mirar para otro lado, porque como dijo el Papa Benedicto XVI: “el amor al prójimo es un camino para encontrar también a Dios, y cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios”.

Frente a una realidad tan compleja, donde la impotencia parece tener la última palabra y el “sálvese quien pueda” puede volverse un canto de sirenas, el evangelio nos regala un canto aún más esperanzador: nadie puede cargar solo al paralítico, nadie tiene sólo las respuestas; es necesario, aprender a encontrarnos y reconocer que somos una comunidad. Como esos cuatro hombres que tienen claro que cada uno de ellos solos, por más inteligencia, buena voluntad, virtudes o intuiciones que tengan, no podrían hacer mucho. Tienen claro que su objetivo es ayudar al paralítico a encontrarse con Jesús; y, para lograrlo, reconocen la necesidad de dejar los personalismos de lado “generando consensos y buscando acuerdos” que permitan a la creatividad y a la audacia abrir nuevos caminos.

Son enemigos del “no se puede” porque hicieron experiencia de que juntos, encontrándose, reconociéndose y sin necesidad de cancelar sus diferencias, nacía una nueva comunión capaz de levantar los techos invisibles que el conformismo tantas veces impone. No podemos darnos el lujo de seguir alimentando la fragmentación en lugar de la esperanza. ¡Cuánta necesidad tiene nuestra ciudad, nuestra sociedad, nuestra Iglesia diocesana de ver esas manos tan distintas sosteniendo juntas esa camilla que reclama esperanza! La fe de estos hombres, se concretizó en ese gesto de querer trabajar juntos, y despertó un mensaje profético para el Cafarnaúm de aquel tiempo y para el Buenos Aires de hoy.

Hasta Jesús queda impresionado de su fe, y conmovido, se dirige al paralítico llamándolo “hijo” (Mc 2, 5): al llamarlo así le está diciendo que dejó de ser huérfano de una sociedad cruel que excluía a los enfermos y pecadores. Diciéndole “hijo” lo anima a experimentar la paternidad del Dios misericordioso; llamándolo “hijo”, le recuerda que hay un Padre del Cielo que responde por él y que sabe de sus dificultades, que conoce todas sus parálisis, la de las piernas, pero también las del corazón.

Hoy también Jesús nos habla al corazón y nos llama a cada uno de nosotros (también paralíticos) con el título más lindo, completo y profundo con el que nos puede nombrar: “hijo”. También hoy quiere que lo sintamos cerca; también hoy, sin hacer preguntas incisivas ni violentando nuestra conciencia, nos invita a experimentar el perdón de Dios, Padre y Madre. Justamente el Papa Juan Pablo I, beatificado el año pasado decía: “Somos objeto de un amor sin fin de parte de Dios. Sabemos que tiene los ojos fijos en nosotros siempre, también cuando nos parece que es de noche. Dios es Padre, más aún, es Madre. No quiere nuestro mal, sólo quiere hacernos bien, a todos. Y los hijos, si están enfermos, tienen más motivo para que la madre los ame. Igualmente nosotros, si acaso estamos enfermos de maldad o fuera de camino, tenemos un título más para ser amados por el Señor.”

Por eso, con confianza podemos contarle al Señor de nuestras parálisis personales y de nuestras parálisis sociales y eclesiales. Contarle al Señor que no podemos caminar sin Él, que sin Él nos gana la pereza y se nos va “achanchando” el alma.

Necesitamos de una fuerte conmoción del Espíritu Santo que nos sacuda, nos desinstale, nos cargue de alegría y nos apasione. Es él quién puede ayudarnos a curar la parálisis de no poder soñar y trabajar con otros por un país más justo y fraterno; la parálisis de la intolerancia y la descalificación que no nos deja caminar al encuentro del otro, que, aunque piense o sea distinto, merece todo mi respeto y consideración. La parálisis de no darnos cuenta que tantas veces somos paralíticos.

Y hablando de parálisis, aquí aparecen otros personajes en el texto evangélico: los escribas. (Mc 2, 6). Me sorprende su pasividad, critican desde la tribuna, no se juegan; ni siquiera hablan de frente. Una gran tentación que estamos invitados a “vigilar”. La tentación de sentarnos sobre nuestros prejuicios, sobre la superficialidad del poder, la tentación de apoltronarnos en nuestro orgullo y soberbia. Quizás nuestras piernas tienen movilidad, pero personal y comunitariamente debemos ayudarnos para que el corazón no se endurezca, no se vuelva entumecido olvidando lo importante: la alegría del paralítico por recibir el perdón de Jesús.

Para sentirnos parte y hacernos eco de esta alegría, es primordial cuidarnos de la sutil atracción de las confabulaciones, del aparente regocijo del desprestigio del otro, de la tentación nefasta de hablar y calumniar por detrás; y mucho menos de aquellos que se animan a jugarse la vida y hacer algo por los demás. No seamos, como esos escribas, que descalifican a Jesús, (recordemos que lo acusan de blasfemo) (Mc, 2, 7); no fomentemos la profundización de la grieta, a la que, me escucharán siempre decir que prefiero llamar herida porque duele y sangra en las entrañas del pueblo.

Jesús, advirtiendo los pensamientos y actitudes de los escribas, redobla la apuesta. Hace oídos sordos a las críticas que dañan. Al Señor lo conmueve el dolor de los que sufren; por eso, no sólo perdona los pecados del paralítico, sino que lo cura físicamente (Mc 2, 9-10). Jesús también nos convoca, impulsa y acompaña a unir nuestras manos para acercar su unción a los caídos, a los rotos, a los solos, a los más pobres; a los paralizados por la droga, la prostitución y los diferentes tipos de explotación; a quiénes por la crisis económica y por tantas otras pandemias de nuestro siglo XXI han sido contaminados en su diario vivir.

Una unción capaz de proclamar: hermano, hermana…

Levantate, ponete de pie, recuperá tu dignidad de hijo e hija, camina con la frente en alto. Como cantaba Agustín Magaldi, en un tango de 1936: “levanta la frente, no escondas la cara, enjuga tus lágrimas, échate a reír; no tengas vergüenza, ¡a tu rostro aclara!; ¿por qué tanta pena? ¿por qué tanto sufrir?

Toma tu camilla: ya no dependerás de ella; sé libre; pero llevar la camilla te recordará de dónde venís. Todos somos paralíticos sanados por Jesús; cuidado con creerse más que los demás. Mirar la camilla será tener siempre presente que hay un Salvador en mi vida y en la de todos. Todos vulnerables, todos pecadores, pero todos amados y salvados por Dios.

Vete a tu casa: sentíte familia, sentíte parte de la comunidad, viví la fraternidad con calor de hogar. Que la ciudad sea la casa de todos.

Finalizando, delante de la Virgen María, Nuestra Señora de Buenos Aires, y de nuestro patrono San Martín de Tours, los invito a hacer un doble compromiso:

  1. como aquellos cuatro hombres de Cafarnaúm no tengamos miedo a unir nuestras manos para levantar los techos que hoy nos impiden llegar a Jesús. Entre todos, levantemos el techo del “no se puede”; levantemos el techo del “siempre se hizo así”, el techo de la indiferencia y la resignación… levantemos los techos que no nos permiten soñar y que han oscurecido e imposibilitado el horizonte de tantos de nuestros jóvenes.
  2. Hagámoslo caminando juntos, de manera sinodal, como en la eucaristía de hoy. De mi parte, al inicio de esta misión, quiero comprometerme a trabajar en equipo con los obispos auxiliares y vicarios. Trabajar en equipo especialmente con los sacerdotes; trabajar en equipo con las religiosas y religiosos, trabajar en conjunto con los laicos y laicas, con los distintos actores que forman parte de nuestra arquidiócesis. Y, a la vez, buscar las manos, el consejo y la amistad de nuestros hermanos y hermanas que profesan otros credos, y de todas las personas de buena voluntad que enriquecen y hacen a la identidad de nuestra querida ciudad.

El Evangelio de Jesús nos seguirá convocando. Es Buena Noticia, es mensaje de liberación; es mensaje de ternura y compasión; porque conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obra es nuestro gozo. Entonces, dejemos que, hoy y siempre, nos renueve en la misión.

Vale la pena levantar todos los techos, como lo hicieron aquellos hombres que, tal como aconsejaba la primera lectura, no apartaron su rostro del pobre (Tob. 4, 7), se dejaron conmover y se jugaron la vida.

Nosotros también nos queremos seguir jugando la vida por la Buena Noticia de Jesús; ¡entonces no le tengamos miedo al futuro!, ¡Atrevámonos a soñar a lo grande!, que el chiquitaje no nos gane, y no nos consolemos con vuelos rastreros. Volemos alto y soñemos en grande. Amén”

El emblema episcopal de monseñor Jorge Ignacio García Cuerva, arzobispo electo de Buenos Aires, está formado por cinco símbolos: la cruz, el báculo, la tierra, el techo de chapa y la estrella. También incluye su lema episcopal: “No apartes tu rostro del pobre” (Tobías 4,7)