Celebrar la Ascensión del Señor no es despedir a un Cristo lejano, sino abrazar una nueva forma de su presencia: una presencia que nos habita, que nos lanza, que nos responsabiliza. Jesús asciende, no para alejarse, sino para abrirnos un horizonte: que su vida gloriosa, su amor sin límites, pueda ser testimoniado aquí y ahora por nosotros, sus discípulos. Es la hora de los testigos.
En un mundo saturado de discursos, el testimonio auténtico se vuelve más necesario que nunca. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han advierte: “La transparencia total destruye la confianza y elimina la posibilidad de lo secreto, de lo sagrado”. Vivimos en una sociedad que quiere ver y controlar todo, pero que muchas veces ha perdido la capacidad de creer y de confiar. Por eso, más que convencer con argumentos, el cristiano está llamado a vivir de tal modo que provoque preguntas, que despierte sed de sentido, que anuncie con gestos la esperanza que lo habita.
Ser testigo del Resucitado no es encerrarse en la sacristía del alma, sino dejar que Cristo atraviese nuestras relaciones, decisiones, silencios y palabras. En la sociedad del rendimiento y la eficacia, testimoniar a Jesús es apostar por la gratuidad, por la misericordia, por la paciencia que el mundo descarta. Es llevar luz allí donde reina la indiferencia; es tender puentes donde otros siembran muros.
En el mundo del trabajo, ser testigo de Cristo no significa llevar una cruz colgada al cuello (aunque eso no esté mal), sino llevar la cruz en el corazón, es decir, vivir la entrega diaria con honestidad, con justicia, con responsabilidad. Testimoniamos cuando no participamos del chisme destructivo, cuando respetamos a los demás sin hacer acepción de personas, cuando cuidamos la creación y buscamos el bien común más allá del beneficio personal.
Si hay un ámbito que necesita de la presencia transformadora de cristianos comprometidos, es la política. Pero no desde la ideologización o el fanatismo, sino desde una fe que se hace servicio. Jesús no quiso dominar, sino lavar los pies. El testigo cristiano en la política es aquel que se arrodilla ante la dignidad humana, sobre todo la del pobre, el descartado, el migrante, el que no tiene voz.
Ser testigos en la cotidianidad también implica revisar nuestros propios roles: ¿qué tipo de padre, madre, docente, sacerdote, vecino soy? El testigo no es perfecto, pero sí coherente. No lo sabe todo, pero busca la verdad. No impone, pero propone. La Ascensión nos recuerda que Cristo confía en nosotros para hacer presente su Reino, no desde lo espectacular, sino desde la humildad de cada gesto cotidiano.
En definitiva, la Ascensión no es la clausura del tiempo de Cristo, sino la inauguración del tiempo de la Iglesia, el tiempo del testimonio. Y ese testimonio tiene nombre propio: es el tuyo, el mío, el de cada creyente que, lleno del Espíritu, camina con los pies en la tierra y el corazón en el cielo.
“Cristo no tiene otras manos que las tuyas para hacer su obra hoy” — decía Santa Teresa. Que en esta solemnidad renovemos nuestro compromiso de ser testigos del Resucitado, en la carne concreta de cada día.
Padre Leandro