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En estos tiempos convulsionados, en los que el lenguaje político parece haber perdido todo filtro, resulta inevitable preguntarnos: ¿cuál es el lugar que ocupa la palabra en la construcción democrática? No lo planteo desde la ingenuidad ni desde la distancia. En mi formación, tuve la oportunidad de acercarme a pensadores que hoy me permiten interpretar este escenario con mayor claridad. Entre ellos, Jürgen Habermas y Norberto Bobbio han dejado huellas profundas.
Lo que estamos viendo en Argentina no es simplemente una retórica encendida. Es una forma de violencia discursiva que se ha instalado en el centro del debate público. No se trata solo de insultos o provocaciones: hay una lógica detrás, una estrategia que busca deslegitimar al otro, reducirlo a una caricatura, convertirlo en enemigo. Y cuando eso ocurre, el diálogo se vuelve imposible.
Habermas, en su obra Teoría de la acción comunicativa (1981), plantea que la racionalidad comunicativa se basa en la búsqueda de entendimiento mutuo, libre de coerciones. Este modelo ideal implica que todos los participantes tengan igualdad en el intercambio y estén abiertos a modificar sus posiciones si son convencidos por razones válidas. Para él, el lenguaje no es solo un medio de transmisión, sino una herramienta de integración social. Cuando esa herramienta se pervierte y se usa para agredir, se rompe el pacto comunicativo que sostiene la vida democrática. La esfera pública deja de ser un espacio de encuentro y se convierte en un escenario de confrontación -lo cual es altamente negativo-.
Esta degradación del lenguaje tiene consecuencias que van más allá del estilo. Cuando el discurso político se vuelve agresivo y deshumanizante, se erosiona la legitimidad institucional, se profundiza la polarización y se debilita la confianza en las reglas democráticas. No es casualidad: es parte de una forma de ejercer el poder que desprecia el consenso y se alimenta del conflicto.
Norberto Bobbio lo advertía con claridad: la democracia no se define solo por el voto, sino por el respeto a las normas, la transparencia y la deliberación. Cuando esos pilares se ven amenazados por una retórica violenta, la democracia se vuelve frágil. Y lo que debería ser un espacio de construcción colectiva se transforma en un campo de batalla simbólico.
En este contexto, el aporte del politólogo argentino Natalio Botana resulta clave. Él ha definido este momento como una “tormenta reaccionaria”, una expresión que condensa el clima de furia y confrontación que atraviesa no solo nuestro país, sino buena parte del mundo. Botana no habla solo de palabras duras, sino de una ofensiva contra los valores republicanos, contra la idea de que el Estado debe garantizar derechos y promover el bien común.
La violencia discursiva, entonces, no es un fenómeno aislado ni un exceso ocasional. Es parte de una narrativa que busca instalar la idea de que el otro no merece ser escuchado, que el disenso es una amenaza y que el conflicto debe resolverse por imposición. Esa lógica es incompatible con cualquier proyecto democrático serio.
Como sociedad, tenemos que resistir esa tentación. No desde el silencio ni desde la resignación, sino desde el compromiso con una política que recupere el valor del diálogo, del respeto y del argumento. No se trata de evitar el conflicto, sino de gestionarlo de manera democrática, sin caer en la lógica del desprecio.
Creemos que es posible reconstruir ese espacio. Que la política puede volver a ser un lugar donde las diferencias se discutan con altura, donde el adversario no sea visto como enemigo, y donde el lenguaje recupere su función de encuentro. Para eso, necesitamos líderes que comprendan que las palabras no son inocentes: construyen realidades, moldean vínculos y definen el horizonte de lo posible.
La democracia se defiende todos los días, también desde el lenguaje. Y frente a la violencia discursiva, nuestra respuesta debe ser clara y firme: más diálogo, más respeto, más democracia.
(*) Marcelo Servin (Profesor en Ciencia Política – Maestrando en Ciencias Sociales y Humanidades por la Universidad Nacional de Quilmes).