Ver a unos niños representar el pesebre o celebrar la llegada de un bebé despierta algo muy profundo: una ternura que abre el corazón, desarma las defensas y nos recuerda que la vida es un don antes que una tarea. En un mundo marcado por el rendimiento y la autoexigencia, estas escenas sencillas son casi un acto de resistencia espiritual, porque muestran que la esperanza se aprende delante de la fragilidad y no en el vértigo de la productividad. Cuando los chicos se visten de María, José, ángeles o pastores, no solo “actúan” un relato: hacen visible, con su sonrisa y su inocencia, el corazón mismo de la Navidad, que es un Dios que se hace pequeño para acercarse a todos.
Algo semejante ocurre en un baby shower o en cualquier gesto de bienvenida a una nueva vida. El clima que se genera es de cuidado, de delicadeza, de futuro abierto: se preparan regalos, se bendicen los meses que vienen, se sueñan nombres y proyectos. La llegada de un niño, esperado o inesperado, deseado o sorpresivo, reúne a las personas en torno a lo esencial: la vida vale antes de producir, antes de rendir, antes de “ser útil”. En medio de tantas noticias duras, de tantos mensajes que hablan de descarte y de poco valor de la persona, cada celebración por un nacimiento se convierte en un pequeño evangelio vivido, una buena noticia encarnada en carne y hueso.
Frente a esto, contrasta fuertemente la lógica de la época: exigencia, velocidad, hiperconexión. Vivimos contando pasos, tareas, objetivos, resultados; a veces también medimos la propia fe desde la productividad pastoral o el impacto visible. Todo debe ser rápido, eficiente, compartible. Incluso la Navidad corre el riesgo de transformarse en una agenda saturada de actos, ensayos, compras y reuniones, que deja poco espacio para saborear el misterio. Entre tantos compromisos, el corazón puede llegar a la Nochebuena cansado, sin capacidad de asombro.
Por eso, hoy más que nunca se vuelve clave dejar que ciertos valores y virtudes primen sobre la velocidad y el rendimiento. La ternura, por ejemplo, no es solo un sentimiento blando, sino una fuerza que rehace vínculos y permite acercarse al otro sin miedo ni agresividad. La paciencia acepta los procesos, los tiempos de crecimiento, las etapas de la vida, sin imponer resultados inmediatos. La esperanza mira más allá del cansancio del presente y se apoya en la certeza de que Dios sigue obrando en lo oculto, como en el silencio de Belén. Y la capacidad de contemplación nos ayuda a detenernos, a mirar con calma, a no dejar que todo se reduzca a consumo y ruido.
Preparar la Navidad, entonces, no es únicamente organizar celebraciones o decorar espacios, sino cuidar estos signos que nos humanizan: dar tiempo a los niños, valorar los pesebres, acompañar a las familias que esperan un hijo, sostener espacios donde la vida sea celebrada como regalo. Allí, en lo pequeño y frágil, se transparenta el estilo de Dios, que eligió venir al mundo como un Niño. Frente a la exigencia y la velocidad, la alegría, la ternura y la esperanza no son un lujo, sino el camino concreto para dejar que el Niño de Belén renueve nuestro corazón cansado y le devuelva la capacidad de creer, de amar y de descansar en el amor de Dios.
¡Bendecido domingo! Padre Leandro

