Análisis: Unas elecciones cargadas de peligros


El país se meterá en un brete complicado si los resultados del domingo conformaran a los extremos, pero la política es reacia a dejarse gobernar por la lógica y la aritmética

Una campaña presidencial de la que desertaron el presidente y la vicepresidenta. Un candidato a presidente oficialista que es al mismo tiempo ministro de Economía de una economía en creciente crisis. Elecciones en las que la competencia más entretenida está en la oposición y no en el oficialismo. Un Gobierno en el que conviven, suavizando las diferencias, el anticapitalismo liderado por Cristina Kirchner y la versión capitalista del peronismo que encarna Sergio Massa. Sin embargo, los ruidos más furiosos de las disputas internas se oyen en el espacio de la oposición, donde no existen grandes diferencias sobre qué habrá que hacer, sino cómo habrá que hacerlo.

Cuando restan en realidad menos de dos días de campaña electoral (la veda comenzará el viernes a las 8, que es como decir que la campaña terminará en la noche del jueves) nadie sabe con certeza qué pasará el domingo en la primera ronda de las elecciones presidenciales. La sociedad argentina no es distinta de las sociedades que se advierten en Occidente. Están lejos de la política porque creen que esta no percibe las prioridades de la gente común. Razón no les falta en muchos casos. Son indiferentes, por lo tanto, a las construcciones de las políticas y también a sus ofertas. Esos fenómenos se repararon claramente en las elecciones provinciales que precedieron a las presidenciales.

La participación en las urnas fue escasa y el ausentismo fue, en muchos casos, el gran protagonista de un domingo de elecciones. ¿Sucederá lo mismo cuando los argentinos comiencen el proceso de elección del próximo presidente del país? Es probable, porque el domingo por venir se elegirán los candidatos a presidente, no al presidente. No hay argumento sólido que justifique el desgano social frente a elecciones presidenciales (o frente a cualquier elección). El camarista del fuero electoral Alberto Dalla Vía dijo hace pocos días que el ausentismo es un error, porque “si no van a votar, otros van a resolver por ellos”.

Contra el inteligente consejo del juez, la realidad indica que todavía hay argentinos que no saben qué se votará el domingo, como existe, del mismo modo, otra franja de ciudadanos atrapados por el fanatismo político. Estos aceptan, por ejemplo, que la inflación es altísima y que no les alcanza el salario para llegar a fin de mes, pero anticipan que votarán convencidos por la fórmula del Gobierno. Eso es intocable para esa mirada que no admite la grisura de las cuestiones públicas. Tal grado de inclaudicable adhesión es exclusivo del kirchnerismo (o del peronismo); nunca se lo observó en la coalición opositora de Juntos por el Cambio, en la que las lealtades de sus adeptos son más exigentes.

Tantos elementos novedosos en las elecciones nacionales de este año las convierten en absolutamente imprevisibles. Para peor, las encuestas se equivocaron mucho en los últimos tiempos, tanto en el país como en el exterior. El 23 de julio pasado hubo elecciones en España; casi todas las mediciones de opinión pública indicaban que el líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, actualmente en la oposición, sería el próximo presidente del gobierno. Eso no solo no sucedió; el líder popular es hoy un político que ganó por escaso margen y que no puede formar gobierno.

La suposición de que todos los encuestadores son deshonestos o ineptos está ciertamente equivocada; sucede que la mayoría de la gente no contesta al requerimiento de los encuestadores, que un porcentaje importante de los ciudadanos decide su voto a última hora o que lo cambia antes de ingresar al cuarto oscuro. En tales condiciones, las encuestas han dejado de ser un faro seguro de la política, y seguramente no lo serán hasta que los encuestadores modifiquen su metodología para incorporar los nuevos hábitos sociales.

Entre tantos límites objetivos, deben agregarse situaciones nuevas de la política argentina. Por ejemplo, la notable ausencia electoral de Alberto Fernández; nunca desde 1983 un presidente de la Nación estuvo tan lejos de elecciones en las que se elegirán a su sucesor. El jefe del Estado parece no haberse recuperado nunca de la renuncia a la candidatura a la reelección para la que estaba habilitado por la Constitución.

Renunció a postularse para otro mandato porque era la decisión que le imponía la necesidad de no romper con Cristina Kirchner, quien le hizo saber de buenas y de malas maneras que quiero verlo pronto de regreso en su casa. A pesar del consejo de gobernadores e intendentes peronistas, que le insistían al presidente con que debía enfrentar el liderazgo de su vicepresidenta y promover la renovación del justicialismo, Alberto Fernández prefirió sobreactuar la sumisión a Cristina.

Según sus intérpretes, el presidente suponía que un definitivo quiebre de la relación con la vicepresidenta pondría en riesgo la correcta culminación de su mandato presidencial. El presidente tomó las decisiones que le impuso Cristina Kirchner, pero rompió todo diálogo con ella. Es el módico lujo que se da en esa aventura política en la que debió tolerar el desdén y la humillación.

También Cristina Kirchner se fue de la campaña electoral. Salvo un par de actos con Sergio Massa a su lado, ella, que es la figura más convocante del kirchnerismo, eligió dejarlo solo al candidato presidencial de su partido. El problema ahí tiene características distintas. No confía en Massa, no olvidó nunca que el ministro de Economía prometió que la metería presa por delitos de corrupción y no es cierto, como ella dijo, que las ofensas políticas prescriben a los seis meses. Además, Cristina aspira a consolidarse como la lideresa de una corriente de izquierda del peronismo, no como la madrina de una propuesta de centroderecha, como es la oferta de Massa.

El ministro la incomoda, pero es la única herramienta electoral que tiene a mano. Esa es otra extrañeza de las vísperas electorales. El candidato del oficialismo es el ministro de Economía que aparece como el responsable de una economía en ruinas. El precio del dólar coqueteó en los últimos días con los 600 pesos, número que llevaría la devaluación de Alberto Fernández al 1000 por ciento desde que asumió.

El Banco Central no tiene dólares y la inflación pegó un nuevo respingo. Algunos economistas estiman que la inflación mensual estará en los próximos meses entre el 8 y el 9 por ciento. Massa, que mostró una peligrosa intolerancia con el periodismo que pregunta, se propone como el presidente que sacará a la sociedad argentina del patíbulo de la inflación. Se molesta cuando los periodistas le hacen la pregunta más obvia (el último blanco de su tosquedad política fue el periodista Rolando Barbano): ¿por qué no soluciona el problema de la inflación cuando es ministro de Economía? ¿Por qué los argentinos confiarían en que lo hará solo cuando sea presidente? Tales cuestionamientos son tan legítimos como el reconocimiento de que ante la deserción de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, fue Massa quien debió ponerse al hombro el Estado y la campaña electoral.

Massa solo tolera el aguijoneo molesto de Juan Grabois, que lo desafía en la interna del oficialismo, pero que no pone en duda su condición de candidato de la coalición peronista. Grabois representará el próximo domingo al sector más ideologizado del “cristinismo”; la pregunta que debe responderse consiste solo en saber cuántos votos Grabois le pellizcará a Massa. En síntesis, el ministro es el hombre fuerte del Gobierno y de la campaña no tanto por mérito propio como por default del presidente y la vice.

La interna más divertida es la de Juntos por el Cambio porque ahí disputan dos candidatos en igualdad de condiciones. Un runrún insistente sostiene en las últimas horas que Horacio Rodríguez Larreta se arrimó peligrosamente a Patricia Bullrich, quien venía, dicen, con una clara ventaja sobre el alcalde capitalino. En rigor, nunca se difundieron encuestas muy creíbles en un sentido o en otro. Es evidente que Rodríguez Larreta controla más aparatos partidarios y que Patricia Bullrich seduce más al voto pasional. Pero si las encuestas son poco confiables en las elecciones generales, también lo son en las internas partidarias, sobre todo en una competencia tan pareja como la que libran los postulantes de Juntos por el Cambio. Mauricio Macri salió en horas recientes a esbozar vagamente una mayor simpatía por las posiciones de Bullrich. Dijo que un cambio fundamental no es negociable y que no se puede acordar con los autores del fracaso argentino.Esos son los principios que se escuchan en boca de Bullrich. Pero en el acto Macri se exhibió como una instancia de unidad posterior a las elecciones del próximo domingo. “La unidad de Juntos por el Cambio está por encima de todo. El clima de pelea interna se olvidará cuando los votantes hayan elegido al candidato”, se entusiasmó.

Ahora bien, ¿por qué el dólar aumentó en los últimos días? ¿Por qué la foto de los camiones buscando dólares que llegaban a Ezeiza? No son señales de tranquilidad, aunque, como bien señala Juan Carlos de Pablo, las elecciones de este año no son, en cuestiones económicas, comparables a la de 2019. Entonces subió el precio dólar porque ganó ampliamente una coalición peronista que los operadores del mercado suponían que sería una mala experiencia en el gobierno. Ahora es distinto porque ninguna encuesta posiciona al Gobierno ganándole a Juntos por el Cambio. ¿El mercado financiero cree que ganará Massa? Difícil. ¿O supone, en cambio, que perderá, y que por venganza la dupla Alberto Fernández-Sergio Massa nombrará a millones de empleados públicos o quitará el cepo al dólar sin un paquete de medidas que acompañe esa decisión? De Pablo señala que si fuera así “no es una buena base decisoria” la del mercado cambiario.

El país se meterá en un brete complicado si los resultados del domingo conformaran a los extremos. Si la oposición fuera la protagonista de un batacazo electoral (al estilo de lo que fue el peronismo en 2019 frente a Macri) dejaría a la nación política sin gobierno durante cuatro meses. ¿Quién creería en un gobierno que está derrotado de antemano? ¿Quién lo escucharía o lo tendría en cuenta? El otro extremo consistiría en un resultado virtualmente empatado: si Juntos por el Cambio ganara solo por dos o tres puntos, fácilmente reversibles para la coalición peronista en las elecciones de octubre. ¿No estaría el peronismo en las puertas de renovar su poder? ¿No quedaría el país en medio de las luchas internas del peronismo, entre la izquierda y la derecha del justicialismo, que es su eterna tara? ¿Qué inversores nacionales o extranjeros arriesgarían un solo dólar en semejante país? Los resultados deberían situarse en el justo medio de tales extremos para que no haya riesgo de colapsos previos al 10 de diciembre, pero la política es reacia a dejarse gobernar por la lógica y mucho menos por la aritmética.

Fuente: Joaquín Morales Solá – La Nación.