A amar se aprende amando, a adorar se aprende adorando (I)


La sed de Dios solo la calma Dios.

Nadie conoce tu grandeza, Señor, la grandeza de tu Amor, si no tiene hambre inmensa de ti: “Bienaventurados los que tienen hambre del Pan de Vida, porque ellos serán saciados…”[1]. Yo soy el pan de tu vida –dice Jesús–, si vienes a Mí, tu hambre será la mía y la de mi Padre: “Que ninguno se pierda”[2], y no tendrás otra sed más que la nuestra: “Que todos conozcan el don de Dios”.

Pienso en vosotros, adoradores del Cuerpo de Cristo. La Humanidad de Cristo ha hecho posible que existan adoradores de Dios Padre en Espíritu y verdad.

¿Qué “necesidad” hay de adorar?, se pregunta el hombre de hoy

Debo confesar que el contenido de esta reflexión ha nacido del encuentro con una persona que, sin pretenderlo, me pedía “razón de nuestra fe” y vocación. Yo, con toda ilusión, le hablé de este próximo encuentro con vosotros, y ella, con un rostro serio, con cierto tono de enfado y no sin contradicciones, me preguntó: “Y ¿qué necesidad hay de adorar? ¿Qué es adorar y para qué sirve? ¿No es una actitud, una piedad de otros tiempos sin sentido para el hombre contemporáneo?, ¿para qué sirve ese sacrificio que hacen, incluso en la noche?, ¿qué valor tiene la oración, las horas gastadas rezando, cuando hay tantas necesidades que socorrer entre los hombres e incluso en la misma Iglesia?”.

Y proseguía hablando sin esperar respuesta… “¿No te parece un poco un despilfarro de energías? Perdóname, pero es que no puedo entender a los que os dedicáis a la oración, me parece una forma de huir de la realidad. Aunque también es verdad que os admiro porque sois buenas personas, cercanas y entregadas a todos… De todas formas, reza por mí, que lo necesito mucho, e iré ese día a escucharte”.

Nosotras también conocemos bien estas preguntas: ¿para qué sirve vuestra forma de vida consagrada? ¿Qué valor tiene vuestra oración?

Me pareció que, en el fondo, el desahogo de esta mujer respondía a una búsqueda de la verdad, a un grito de sed insatisfecha. ¡Ay si le hubiera preguntado por lo que colma su vida, por la fuente de su felicidad, si no desea un amor que no muera!, preguntas que están en la raíz del anhelo más profundo de todo corazón.

Ama a sus hermanos el que ora por ellos

Con frecuencia somos testigos de que creyentes y no creyentes se acercan para presentar sus inquietudes, sus necesidades y sufrimientos. Cuando experimentan la impotencia, llaman a la puerta de aquellos que saben que oran y que también rezan por ellos; acuden a aquellos que saben que no solo escuchan sus sufrimientos, sino que hacen suyo el dolor y se lo presentan a Dios con la fe y la esperanza puesta en Cristo Resucitado y en su victoria, que es nuestra victoria.

“Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo…”, reza el responsorio del Oficio de Pastores. ¡Ama a sus hermanos el que ora por ellos!…

Quizá la mayor miseria de este mundo sea la de no poder reconocer la ausencia de Dios como ausencia. Hoy muchos languidecen por la falta de Cristo, y sufren la peor de las enfermedades: han perdido el gusto por vivir.

En medio de este mundo que trata de desterrar, de eclipsar a Dios, hacen falta más que nunca orantes. Como escribía santa Teresa Benedicta de la Cruz, también hoy “vivimos en una época que necesita con urgencia de la renovación que surge de las fuentes escondidas de las almas unidas con Dios. Hay mucha gente que tiene puestas sus últimas esperanzas en estas escondidas fuentes de salvación… Por eso tenemos que vivir en la certeza de la fe, de que lo que el Espíritu de Dios obra escondidamente en nosotros produce sus frutos para el Reino de Dios”.

Los orantes son como grandes corrientes subterráneas… Su presencia silenciosa se delata por la vida que hacen florecer y que nutren en lo escondido.

La oración mantiene encendida la llama de la fe en la propia vida a la vez que se hace una con el grito de Jesús “effetá”[3] implorando la salvación de todos los hijos de Dios que Él os confía. La oración es fuerza que, en silencio, sin hacer ruido, se extiende por el mundo para que responda al designio de Dios, y su Reino de amor florezca entre nosotros.

 

Yo miraba donde ella miraba

Pienso, y la vida me confirma, que aun el hombre más escéptico es tocado y atraído por la belleza, la paz que emana al ver hombres y mujeres profundamente creyentes que se arrodillan ante Dios, con la mirada sosegada fija en Él, sus manos juntas…, creyentes cuya alegría y empuje vital sorprenden, porque verdaderamente “nunca es más grande el hombre que cuando está de rodillas” –decía Von Balthasar–.

He compartido a veces con mis hermanas un recuerdo que ha marcado nuestras vidas… la oración de nuestras madres. Recordaré mientras viva que, cuando me llevaba a la compra con ella, de vuelta a casa entraba en una iglesia cercana y se arrodillaba frente al Santísimo.

Clavaba la mirada en Él y, aunque yo no paraba de moverme, ella permanecía quieta, sin impacientarse, mientras yo miraba sus labios que musitaban oraciones en voz baja. Era una visita breve al Santísimo, pero a mí se me hacía larguísima… Al final de su oración, simplemente me decía: “Mira, ahí está Jesús, mándale un beso, dile que le quieres”. Creo que así, tan sencillamente, me enseñó a adorar. Yo miraba donde ella miraba y no podía dudar de que en ese Pan blanco estaba Jesús. Hoy sé que la mirada de mi madre al Señor es mi herencia y que mandar un beso a Jesús iba confirmando mi fe. Cada día me sobrecoge más el don de la fe: ¡Dios está aquí!… Qué sucede en nosotros que no podemos mirar el Pan eucarístico sin creer.

 

Parte 1: Madre Verónica – Iesu Communio