Los seres humanos nos hemos acostumbrados a vivir en la superficie de nuestro SER y HACER.
¿A qué se debe esta triste realidad? Sencillamente nos da miedo vivir de adentro hacia afuera. La información exterior no nos deja respirar. Nuestro mundo está vacío, no de personas sino de humanidad. Nos faltan encuentros veraces y sinceros entre las personas. La invasión de información en nuestra sociedad nos abruma, se informa de todo pero casi nada es sólido. Así se va atrofiando la capacidad de reflexión de la atención a lo interior, se oyen toda clase de mensajes, pero apenas se escucha el misterio del propio ser.
Esto nos lleva a vivir una vida sin raíz. Una vida sin centro, por eso vamos por la vida buscando mecanismos de defensa como son: el ruido, la droga, el placer….
Existe un ruido exterior que contamina el espacio humano, el espacio urbano; esto genera estrés, tensión y nerviosismo. Pero hay otro ruido mucho más dañino, contra el que no se lucha, sino que se busca como es: el bullicio de palabras, imágenes, música, y se aborrece el recogimiento y el silencio porque todo esto nos aburre.
El ruido está hoy dentro de las personas, en la agitación y confusión que reinan en el interior de cada uno.
El ser humano sin silencio vive en la superficie de sí mismo. Hoy estamos súper informados pero no sabemos el camino para conocernos a nosotros mismos. La apertura a Dios queda atrofiada y reprimida.
Dentro de este mundo enamorado del ruido exterior e interior, hay hombres y mujeres llamados por Dios, que nos llaman monjes y monjas de clausura, que luchamos día y noche para no vivir esclavos de esos dos ruidos que viven en cada uno de nosotros.
¿De dónde nos viene el deseo y la necesidad de emprender cada día esa lucha? Sencillamente porque hemos caído en la cuenta de que Dios nos ama gratuitamente, infinitamente y eternamente. Es en la oración o trato personal con Dios donde descubrimos esa invitación divina que no solo hace años escuchamos en nuestra mente y corazón, sino que esa voz es constante y la estrenamos cada mañana, en el silencio que es el “idioma de Dios”.
Dentro de nuestro Monasterio vivimos saboreando esa amistad divina y descubriendo, minuto a minuto, que lejos de Dios no hay vida plena.
Esta verdad nos la confirma Jesucristo al decirnos a cada uno:” Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mateo 11,28).
Clarisas Capuchinas