En el contexto actual de la Argentina, marcado por discursos oficiales que insisten en el achicamiento del Estado y en su retirada de la vida social, considero imprescindible detenernos a reflexionar sobre lo que significa realmente prescindir de la acción estatal: delegar en el mercado y en actores privados la regulación de la vida común, lo que termina afectando la forma en que convivimos y las oportunidades de quienes menos tienen.
Cuando se prescinde de la acción estatal, las prioridades políticas se reorientan y las asimetrías sociales se profundizan, porque la lógica competitiva no corrige desigualdades ni garantiza derechos. En este punto resulta decisivo el análisis de Oscar Oszlak sobre la capacidad estatal para intervenir y equilibrar el terreno social.
Oscar Oszlak, en “La formación del Estado argentino”, recuerda que la verdadera capacidad estatal se mide por su poder de intervenir en lo económico y lo social para equilibrar desigualdades. Su análisis resulta especialmente vigente hoy, cuando los sectores más poderosos consolidan privilegios mientras los más vulnerables quedan librados a una competencia desigual. Oszlak advierte que el Estado no puede limitarse a ser un mero espectador, su función es corregir las asimetrías que el mercado profundiza. En la Argentina actual, los recortes y la retirada estatal muestran con claridad el riesgo de abandonar esa tarea.
Carlos Vilas, en “Estado y política en América Latina”, aporta otra dimensión: la legitimidad del Estado no depende de administrar recursos, sino de garantizar inclusión y justicia. Cuando el Estado se reduce a un gestor contable, pierde su razón de ser y erosiona el vínculo de confianza que sostiene la vida democrática. Las políticas que celebran ajustes y despidos como logros en sí mismos ilustran esta pérdida de legitimidad, que debilita la relación entre ciudadanía y poder político.
Esa pérdida de legitimidad se refleja en lo que Guillermo O’Donnell, en su famoso libro “Democracia, Estado y ciudadanía”, describió este debilitamiento como una “ciudadanía de baja intensidad”. Cuando los derechos no se garantizan de manera efectiva, la democracia se vacía de contenido y la participación política se resiente. La apatía electoral, el voto en blanco y la escasa participación que hemos visto en las últimas elecciones son señales de esa ciudadanía debilitada, reflejo de un Estado que se retira de su papel de garante. También lo son las dificultades cotidianas de miles de argentinos que, aunque formalmente son ciudadanos con derecho al voto, carecen de acceso efectivo a servicios básicos como salud, vivienda o justicia, consecuencia directa de un Estado que se desentiende de su función protectora.
Esa retirada no solo erosiona la confianza ciudadana, también deja un vacío institucional que rara vez permanece sin ocupar. Norberto Bobbio, en su libro “El futuro de la democracia”, advirtió que allí donde el Estado se ausenta, ese espacio es rápidamente llenado por poderes fácticos u organizaciones criminales que imponen su fuerza sin criterios de justicia ni legalidad. Su advertencia completa el panorama, la retirada estatal no abre la puerta a la libertad, sino a la arbitrariedad y a la pérdida de cohesión social.
Como cristiano que busca comprender el contexto social argentino, me resulta imposible no señalar que el retiro del Estado de las políticas sociales y de inclusión es una decisión política que afecta directamente la dignidad de las personas. Oszlak, Vilas, O’Donnell y Bobbio nos recuerdan, cada uno desde su perspectiva, que el Estado es condición de posibilidad de la justicia, de la ciudadanía plena y de la paz social. Renunciar a esa función es renunciar a la convivencia democrática.
Estas reflexiones, que conocí en mi formación académica y que hoy vuelvo a leer en clave de realidad, me confirman que el Estado no es un lujo, sino la condición de nuestra convivencia democrática. Por eso, frente a los recortes en materia de discapacidad, la suspensión de pensiones y los discursos que celebran la reducción del Estado, resulta imprescindible reivindicar su papel como garante de justicia y paz. No hablamos de un lujo ni de una ideología, hablamos de la base misma de nuestra vida en común. Y es allí donde debemos insistir, con firmeza y claridad, en que sin Estado no hay democracia, sin Estado no hay ciudadanía y sin Estado no hay justicia.
(*) Marcelo Servin: Profesor en Ciencia Política. Maestrando en Ciencias Sociales y Humanidades U.N.Q. Miembro de la Comisión Diocesana Justicia y Paz.

