Carta Apostólica «Trazar nuevos mapas de Esperanza»


 

CARTA APOSTÓLICA

TRAZAR NUEVOS MAPAS DE ESPERANZA

DEL PAPA LEÓN XIV CON OCASIÓN DEL

LX ANIVERSARIO DE LA DECLARACIÓN CONCILIAR

GRAVISSIMUM EDUCATIONIS

  1. Proemio

1.1. Trazar nuevos mapas de esperanza. El 28 de octubre de 2025 se cumple el 60° aniversario de la Declaración conciliar Gravissimum educationis sobre la extrema importancia y actualidad de la educación en la vida de la persona humana. Con ese texto, el Concilio Vaticano II recordó a la Iglesia que la educación no es una actividad accesoria, sino que forma la trama misma de la evangelización: es el modo concreto con el que el Evangelio se convierte en gesto educativo, relación, cultura. Hoy, ante cambios rápidos e incertidumbres que desorientan, esa herencia muestra una solidez sorprendente. Allí donde las comunidades educativas se dejan guiar por la palabra de Cristo, no se retiran, sino que se relanzan; no levantan muros, sino que construyen puentes. Reaccionan con creatividad, abriendo posibilidades nuevas a la transmisión del conocimiento y del sentido en la escuela, en la universidad, en la formación profesional y civil, en la pastoral escolar y juvenil, y en la investigación, porque el Evangelio no envejece sino que hace «nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Cada generación lo escucha como novedad que regenera. Cada generación es responsable del Evangelio y del descubrimiento de su poder seminal y multiplicador.

1.2. Vivimos en un ambiente educativo complejo, fragmentado, digitalizado. Precisamente por esto es sabio detenerse y recuperar la mirada sobre la «cosmología de la paideia cristiana»: una visión que, a lo largo de los siglos, ha sabido renovarse a sí misma e inspirar positivamente todas las poliédricas facetas de la educación. Desde los orígenes, el Evangelio ha generado «constelaciones educativas»: experiencias humildes y fuertes a la vez, capaces de leer los tiempos, de custodiar la unidad entre fe y razón, entre pensamiento y vida, entre conocimiento y justicia. Ellas han sido, en la tempestad, ancla de salvación; y en la bonanza, vela desplegada. Faro en la noche para guiar la navegación.

1.3. La Declaración Gravissimum educationis no ha perdido vigencia. De su recepción ha nacido un firmamento de obras y carismas que todavía hoy orienta el camino: escuelas y universidades, movimientos e institutos, asociaciones laicales, congregaciones religiosas y redes nacionales e internacionales. Juntos, estos cuerpos vivos han consolidado un patrimonio espiritual y pedagógico capaz de atravesar el siglo XXI y responder a los desafíos más acuciantes. Este patrimonio no está fosilizado: es una brújula que continúa indicando la dirección y hablando de la belleza del viaje. Las expectativas, hoy, no son menores que las muchas con las que la Iglesia tuvo que confrontarse hace sesenta años. Es más, se han ampliado y complejizado. Ante los muchos millones de niños en el mundo que todavía no tienen acceso a la escolarización primaria, ¿cómo podemos no actuar? Ante las dramáticas situaciones de emergencia educativa provocada por las guerras, las migraciones, las desigualdades y las diversas formas de pobreza, ¿cómo no sentir la urgencia de renovar nuestro compromiso? La educación —como he recordado en mi Exhortación Apostólica Dilexi te— «es una de las expresiones más altas de la caridad cristiana». El mundo tiene necesidad de esta forma de esperanza.

  1. Una historia dinámica

2.1. La historia de la educación católica es historia del Espíritu en acción. Iglesia «madre y maestra» no por supremacía, sino por servicio: genera a la fe y acompaña en el crecimiento de la libertad, asumiendo la misión del Divino Maestro para que todos «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Los estilos educativos que se han sucedido muestran una visión del hombre como imagen de Dios, llamada a la verdad y al bien, y un pluralismo de métodos al servicio de esta llamada. Los carismas educativos no son fórmulas rígidas: son respuestas originales a las necesidades de cada época.

2.2. En los primeros siglos, los Padres del desierto enseñaron la sabiduría con parábolas y apotegmas; redescubrieron la vía de lo esencial, de la disciplina de la lengua y de la custodia del corazón; transmitieron una pedagogía de la mirada que reconoce a Dios en todas partes. San Agustín, injertando la sabiduría bíblica en la tradición greco-romana, comprendió que el maestro auténtico suscita el deseo de la verdad, educa la libertad a leer los signos y a escuchar la voz interior. El Monacato llevó adelante esta tradición en los lugares más inaccesibles, donde durante décadas las obras clásicas fueron estudiadas, comentadas y enseñadas, de modo que, sin este trabajo silencioso al servicio de la cultura, tantas obras maestras no habrían llegado hasta nuestros días. «Del corazón de la Iglesia», luego, nacieron las primeras universidades, que se revelaron desde sus orígenes «un centro incomparable de creatividad y de irradiación del saber para el bien de la humanidad». En sus aulas el pensamiento especulativo encontró en la mediación de las Órdenes Mendicantes la posibilidad de estructurarse sólidamente y avanzar hasta las fronteras de las ciencias. No pocas congregaciones religiosas dieron sus primeros pasos en estos campos del saber, enriqueciendo de modo pedagógicamente innovador y socialmente visionario la educación.

2.3. Ella se expresó de muchas maneras. En la Ratio Studiorum la riqueza de la tradición escolástica se funde con la espiritualidad ignaciana, adaptando un programa de estudios tan articulado como interdisciplinario y abierto a la experimentación. En la Roma del siglo XVII, San José de Calasanz abrió escuelas gratuitas para los pobres, intuyendo que la alfabetización y el cálculo son dignidad antes que competencia. En Francia, San Juan Bautista de La Salle, «dándose cuenta de la injusticia causada por la exclusión de los hijos de los obreros y de los campesinos del sistema educativo», fundó los Hermanos de las Escuelas Cristiana. A principios del siglo XIX, siempre en Francia, San Marcelino Champagnat se dedicó «con todo el corazón, en una época en que el acceso a la instrucción seguía siendo privilegio de pocos, a la misión de educar y evangelizar a los niños y jóvenes». Similarmente, San Juan Bosco, con su «método preventivo», transformó la disciplina en razonabilidad y cercanía. Mujeres valientes, como Vicenta María López y Vicuña, Francisca Cabrini, Josefina Bakhita, María Montessori, Katharine Drexel o Elizabeth Ann Seton abrieron brechas para las niñas, los migrantes, los últimos. Reitero lo que he afirmado con claridad en Dilexi te: «La educación de los pobres, para la fe cristiana, no es un favor, sino un deber». Esta genealogía de concreción testimonia que, en la Iglesia, la pedagogía no es nunca teoría desencarnada, sino carne, pasión e historia.

Imagen

  1. La comunidad educante

3.1. La educación cristiana es obra coral: nadie educa solo. La comunidad educante es un «nosotros» donde el docente, el estudiante, la familia, el personal administrativo y de servicio, los pastores y la sociedad civil convergen para generar vida. Este «nosotros» impide que el agua se estanque en el pantano del «siempre se ha hecho así» y la obliga a correr, a nutrir, a irrigar. El fundamento permanece el mismo: la persona, imagen de Dios (Gn 1,26), capaz de verdad y relación. Por eso la cuestión de la relación entre fe y razón no es un capítulo opcional: «la verdad religiosa no es solo una parte sino una condición del conocimiento general». Estas palabras de San John Henry Newman —que en el contexto de este Jubileo del Mundo Educativo tengo la gran alegría de declarar copatrono de la misión educativa de la Iglesia junto a Santo Tomás de Aquino— son una invitación a renovar el compromiso por un conocimiento tanto intelectualmente responsable y riguroso como profundamente humano. Y hay que tener cuidado también de no caer en el iluminismo de una fides que hace juego exclusivamente con la ratio. Es necesario salir del estancamiento recuperando una visión empática y abierta a entender siempre mejor cómo el hombre se comprende hoy para desarrollar y profundizar la propia enseñanza. Por eso no se deben separar el deseo y el corazón del conocimiento: significaría quebrar a la persona. La universidad y la escuela católica son lugares donde las preguntas no son silenciadas, y la duda no es desterrada sino acompañada. El corazón, allí, dialoga con el corazón, y el método es el de la escucha que reconoce al otro como bien, no como amenaza. Cor ad cor loquitur fue el lema cardenalicio de San John Henry Newman tomado de una carta de San Francisco de Sales: «La sinceridad del corazón y no la abundancia de las palabras, toca el corazón de los hombres».

3.2. Educar es un acto de esperanza y una pasión que se renueva porque manifiesta la promesa que vemos en el futuro de la humanidad. La especificidad, la profundidad y la amplitud de la acción educativa es aquella obra —tan misteriosa como real— de «hacer florecer el ser […] es cuidar del alma» como se lee en la Apología de Sócrates de Platón (30a-b). Es un «oficio de promesas»: se promete tiempo, confianza, competencia; se promete justicia y misericordia, se promete el coraje de la verdad y el bálsamo de la consolación. Educar es una tarea de amor que se transmite de generación en generación, recosiendo el tejido lacerado de las relaciones y devolviendo a las palabras el peso de la promesa: «Todo hombre es capaz de la verdad, sin embargo, es muy soportable el camino cuando se avanza con la ayuda del otro». La verdad se busca en comunidad.

  1. La brújula de la Gravissimum educationis

4.1. La declaración conciliar Gravissimum educationis reafirma el derecho de cada uno a la educación e indica a la familia como primera escuela de humanidad. La comunidad eclesial está llamada a sostener ambientes que integren fe y cultura, respeten la dignidad de todos, dialoguen con la sociedad. El documento pone en guardia contra toda reducción de la educación a adiestramiento funcional o instrumento económico: una persona no es un «perfil de competencias», no se reduce a un algoritmo predecible, sino un rostro, una historia, una vocación.

4.2. La formación cristiana abraza a la persona entera: espiritual, intelectual, afectiva, social, corporal. No contrapone manual y teórico, ciencia y humanismo, técnica y conciencia; pide en cambio que la profesionalidad sea habitada por una ética, y que la ética no sea palabra abstracta sino práctica cotidiana. La educación no mide su valor solo en el eje de la eficiencia: lo mide en la dignidad, en la justicia, en la capacidad de servir al bien común. Esta visión antropológica integral debe permanecer como el eje vertebrador de la pedagogía católica. Ella —siguiendo el pensamiento de San John Henry Newman— va contra un enfoque meramente mercantilista que a menudo hoy constriñe a la educación a ser medida en términos de funcionalidad y utilidad práctica.

4.3. Estos principios no son memorias del pasado. Son estrellas fijas. Dicen que la verdad se busca juntos; que la libertad no es capricho, sino respuesta; que la autoridad no es dominio, sino servicio. En el contexto educativo no se debe «alzar la bandera de la posesión de la verdad, ni respecto al análisis de los problemas, ni en su resolución». En cambio «es más importante saber acercarse, que dar una respuesta apresurada sobre por qué una cosa ha sucedido o sobre cómo superarla. El objetivo es aprender a afrontar los problemas, que siempre son diferentes, porque cada generación es nueva, con nuevos desafíos, nuevos sueños, nuevas preguntas». La educación católica tiene la tarea de reconstruir confianza en un mundo marcado por conflictos y miedos, recordando que somos hijos y no huérfanos: de esta conciencia nace la fraternidad.

  1. La centralidad de la persona

5.1. Poner en el centro a la persona significa educar a la mirada larga de Abrahán (Gn 15,5): hacer descubrir el sentido de la vida, la dignidad inalienable, la responsabilidad hacia los demás. La educación no es solo transmisión de contenidos, sino aprendizaje de virtudes. Se forman ciudadanos capaces de servir y creyentes capaces de testimoniar, hombres y mujeres más libres, no más solos. Y la formación no se improvisa. Con gusto recuerdo los años pasados en la amada Diócesis de Chiclayo, visitando la Universidad católica San Toribio de Mogrovejo, las oportunidades que tuve de dirigirme a la comunidad académica, diciendo: «No se nace profesionales; cada recorrido universitario se construye paso a paso, libro a libro, año tras año, sacrificio tras sacrificio».

5.2. La escuela católica es un ambiente en el que fe, cultura y vida se entrelazan. No es simplemente una institución, sino un ambiente vivo en el que la visión cristiana permea cada disciplina y cada interacción. Los educadores están llamados a una responsabilidad que va más allá del contrato de trabajo: su testimonio vale tanto como su lección. Por esto, la formación de los maestros —científica, pedagógica, cultural y espiritual— es decisiva. En el compartir de la común misión educativa es necesario también un camino de formación común, «inicial y permanente, capaz de captar los desafíos educativos del momento presente y de proporcionar instrumentos más eficaces para poderlos afrontar […]. Esto implica en los educadores una disponibilidad al aprendizaje y al desarrollo de los conocimientos, a la renovación y a la actualización de las metodologías, pero también a la formación espiritual, religiosa y al compartir». Y no bastan actualizaciones técnicas: es necesario custodiar un corazón que escucha, una mirada que anima, una inteligencia que discierne.

5.3. La familia permanece como el primer lugar educativo. Las escuelas católicas colaboran con los padres, no los sustituyen porque el «deber de la educación, sobre todo religiosa, les corresponde a ellos antes que a cualquier otro». La alianza educativa requiere intencionalidad, escucha y corresponsabilidad. Se construye con procesos, instrumentos, verificaciones compartidas. Es fatiga y bendición: cuando funciona, suscita confianza; cuando falta, todo se hace más frágil.

  1. El contexto plural

6.1. Ya la Gravissimum educationis reconocía gran importancia al principio de subsidiariedad y al hecho de que las circunstancias varían según los diferentes contextos eclesiales locales. El Concilio Vaticano II articuló sin embargo el derecho a la instrucción y sus principios fundamentales como universalmente válidos. Evidenció las responsabilidades puestas tanto sobre los padres mismos como sobre el Estado. Consideró un «derecho sagrado» la oferta de una formación que permita a los estudiantes «valorar los valores morales con recta conciencia» y pidió a las autoridades civiles respetar tal derecho. Puso además en guardia contra la subordinación de la instrucción al mercado del trabajo y a las lógicas a menudo férreas e inhumanas de las finanzas.

6.2. La educación cristiana se presenta como una coreografía. Dirigiéndose a los universitarios en la Jornada Mundial de la Juventud de Lisboa, mi llorado Predecesor Papa Francisco dijo: «Sean protagonistas de una nueva coreografía que ponga en el centro a la persona humana; sean coreógrafos de la danza de la vida». Formar a la persona «toda entera» significa evitar compartimentos estancos. La fe, cuando es verdadera, no es «materia» añadida, sino respiro que oxigena cada otra materia. Así, la educación católica se convierte en levadura en la comunidad humana: genera reciprocidad, supera reduccionismos, abre a la responsabilidad social. La tarea hoy es osar un humanismo integral que habite las preguntas de nuestro tiempo sin perder la fuente.

  1. La contemplación de la Creación

7.1. La antropología cristiana está en la base de un estilo educativo que promueve el respeto, el acompañamiento personalizado, el discernimiento y el desarrollo de todas las dimensiones humanas. Entre ellas no es secundario un impulso espiritual, que se realiza y se fortalece también a través de la contemplación de la Creación. Este aspecto no es nuevo en la tradición filosófica y teológica cristiana donde el estudio de la naturaleza tenía también como propósito la demostración de las huellas de Dios (vestigia Dei) en nuestro mundo. En las Collationes in Hexaemeron, San Buenaventura de Bagnoregio escribe que «El mundo entero es una sombra, un sendero, una huella. Es el libro escrito desde fuera (Ez 2,9), porque en cada criatura hay un reflejo del modelo divino, pero mezclado con la oscuridad. El mundo es, por tanto, un sendero similar a la opacidad mezclada con la luz; en tal sentido, es un sendero. Así como ves cómo un rayo de luz que penetra desde una ventana se colorea según los diferentes colores de las diversas partes del vidrio, el rayo divino se refleja de modo diverso en cada criatura y asume propiedades diferentes». Esto vale también en la plasticidad de la enseñanza calibrada sobre los diferentes caracteres que —de todos modos— convergen en la belleza de la Creación y en su salvaguardia. Y requiere de los proyectos educativos «la inter- y la trans- disciplinariedad ejercidas como sabiduría y creatividad».

7.2. Olvidar nuestra común humanidad ha generado fracturas y violencias; y cuando la tierra sufre, los pobres sufren más. La educación católica no puede callar: debe unir justicia social y justicia ambiental, promover sobriedad y estilos de vida sostenibles, formar conciencias capaces de elegir no solo lo conveniente sino lo justo. Cada pequeño gesto —evitar desperdicios, elegir con responsabilidad, defender el bien común— es alfabetización cultural y moral.

7.3. La responsabilidad ecológica no se agota en datos técnicos. Ellos son necesarios, pero no bastan. Se necesita una educación que involucre la mente, el corazón y las manos; hábitos nuevos, estilos comunitarios, prácticas virtuosas. La paz no es ausencia de conflicto: es fuerza mansa que rechaza la violencia. Una educación a la paz «desarmada y desarmante» enseña a deponer las armas de la palabra agresiva y de la mirada que juzga, para aprender el lenguaje de la misericordia y de la justicia reconciliada.

  1. Una constelación educativa

8.1. Hablo de «constelación» porque el mundo educativo católico es una red viva y plural: escuelas parroquiales y colegios, universidades e institutos superiores, centros de formación profesional, movimientos, plataformas digitales, iniciativas de service-learning y pastorales escolares, universitarias y culturales. Cada «estrella» tiene una luminosidad propia, pero todas juntas diseñan una ruta. Donde en el pasado hubo rivalidad, hoy pedimos a las instituciones que converjan: la unidad es nuestra fuerza más profética.

8.2. Las diferencias metodológicas y estructurales no son lastres, sino recursos. La pluralidad de los carismas, si está bien coordinada, compone un cuadro coherente y fecundo. En un mundo interconectado, el juego se hace en dos tableros: local y global. Hacen falta intercambios de docentes y estudiantes, proyectos comunes entre continentes, reconocimiento mutuo de buenas prácticas, cooperación misionera y académica. El futuro nos impone aprender a colaborar más, a crecer juntos.

8.3. Las constelaciones reflejan sus propias luces en un universo infinito. Como en un caleidoscopio sus colores se entrelazan creando ulteriores variaciones cromáticas. Así sucede en el ámbito de las instituciones educativas católicas que están abiertas al encuentro y a la escucha con la sociedad civil, con las autoridades políticas y administrativas así como las representaciones de los sectores productivos y de las categorías laborales. Con ellas están llamadas a colaborar aún más activamente a fin de compartir y mejorar los recorridos educativos para que la teoría sea sostenida por la experiencia y por la práctica. La historia enseña, además, que nuestras instituciones acogen a estudiantes y familias no creyentes o de otras religiones, pero deseosos de una educación verdaderamente humana. Por esta razón —como en efecto ya sucede— se continúen promoviendo comunidades educativas participativas, en las que laicos, religiosos, familias y estudiantes compartan la responsabilidad de la misión educativa junto a instituciones públicas y privadas.

Imagen

  1. Navegando nuevos espacios

9.1. Hace sesenta años, la Gravissimum educationis abrió una temporada de confianza: animó a actualizar métodos y lenguajes. Hoy esta confianza se mide con el ambiente digital. Las tecnologías deben servir a la persona, no sustituirla; deben enriquecer el proceso de aprendizaje, no empobrecer relaciones y comunidades. Una universidad y una escuela católica sin visión arriesgan el eficientismo sin alma, la estandarización del saber, que se convierte luego en empobrecimiento espiritual.

9.2. Para habitar estos espacios se necesita creatividad pastoral: fortalecer la formación de los docentes también en el plano digital; valorizar la didáctica activa; promover service-learning y ciudadanía responsable; evitar toda tecnofobia. Nuestra actitud hacia la tecnología no puede ser nunca hostil, porque «el progreso tecnológico forma parte del plan de Dios para la creación». Pero pide discernimiento sobre la proyección didáctica, sobre la evaluación, sobre las plataformas, sobre la protección de los datos, sobre el acceso equitativo. En todo caso, ningún algoritmo podrá sustituir lo que hace humana la educación: poesía, ironía, amor, arte, imaginación, la alegría del descubrimiento e incluso la educación al error como ocasión de crecimiento.

9.3. El punto decisivo no es la tecnología, sino el uso que hacemos de ella. La inteligencia artificial y los ambientes digitales deben orientarse a la tutela de la dignidad, de la justicia y del trabajo; deben gobernarse con criterios de ética pública y participación; deben acompañarse de una reflexión teológica y filosófica a la altura. Las universidades católicas tienen una tarea decisiva: ofrecer «diaconía de la cultura», menos cátedras y más mesas donde sentarse juntos, sin jerarquías inútiles, para tocar las heridas de la historia y buscar, en el Espíritu, sabidurías que nazcan de la vida de los pueblos.

  1. El Pacto Educativo Global

10.1. Entre las estrellas que orientan el camino está el Pacto Educativo Global. Con gratitud recojo esta herencia profética confiada a nosotros por el Papa Francisco. Es una invitación a hacer alianza y red para educar a la fraternidad universal. Sus siete recorridos permanecen como nuestra base: poner en el centro a la persona; escuchar a niños y jóvenes; promover la dignidad y la plena participación de las mujeres; reconocer a la familia como primera educadora; abrirse a la acogida y a la inclusión; renovar la economía y la política al servicio del hombre; custodiar la casa común. Estas «estrellas» han inspirado escuelas, universidades y comunidades educantes en el mundo, generando procesos concretos de humanización.

10.2. Sesenta años después de la Gravissimum educationis y cinco años desde el Pacto, la historia nos interpela con urgencia nueva. Los cambios rápidos y profundos exponen a niños, adolescentes y jóvenes a fragilidades inéditas. No basta conservar: es necesario relanzar. Pido a todas las realidades educativas inaugurar una temporada que hable al corazón de las nuevas generaciones, recomponiendo conocimiento y sentido, competencia y responsabilidad, fe y vida. El Pacto es parte de una más amplia Constelación Educativa Global: carismas e instituciones, aunque diversos, forman un diseño unitario y luminoso que orienta los pasos en la oscuridad del tiempo presente.

10.3. A las siete vías añado tres prioridades. La primera se refiere a la vida interior: los jóvenes piden profundidad; hacen falta espacios de silencio, discernimiento, diálogo con la conciencia y con Dios. La segunda se refiere a lo digital humano: formemos al uso sapiente de las tecnologías y de la IA, poniendo a la persona antes que el algoritmo y armonizando inteligencias técnica, emotiva, social, espiritual y ecológica. La tercera se refiere a la paz desarmada y desarmante: eduquemos a lenguajes no violentos, reconciliación, puentes y no muros; «Bienaventurados los constructores de paz» (Mt 5,9) conviértanse en método y contenido del aprender.

10.4. Somos conscientes de que la red educativa católica posee una capilaridad única. Se trata de una constelación que alcanza cada continente, con particular presencia en las áreas de bajos ingresos: una promesa concreta de movilidad educativa y de justicia social. Esta constelación exige calidad y coraje: calidad en la proyección pedagógica, en la formación de los docentes, en el gobierno; coraje en garantizar acceso a los más pobres, en sostener familias frágiles, en promover becas y políticas inclusivas. La gratuidad evangélica no es retórica: es estilo de relación, método y objetivo. Allá donde el acceso a la instrucción permanece como privilegio, la Iglesia debe empujar las puertas e inventar caminos, porque «perder a los pobres» equivale a perder la escuela misma. Esto vale también para la universidad: la mirada inclusiva y el cuidado del corazón salvan de la estandarización; el espíritu de servicio reanima la imaginación y reenciende el amor.

  1. Nuevos mapas de esperanza

11.1. En el sexagésimo aniversario de la Gravissimum educationis, la Iglesia celebra una fecunda historia educativa, pero se encuentra también frente al imperativo de actualizar sus propuestas a la luz de los signos de los tiempos. Las constelaciones educativas católicas son una imagen inspiradora de cómo tradición y futuro pueden entrelazarse sin contradicciones: una tradición viva que se extiende hacia nuevas formas de presencia y de servicio. Las constelaciones no se reducen a neutros y aplanados encadenamientos de las diversas experiencias. En lugar de cadenas, osemos pensar en las constelaciones, en su entretejido lleno de maravilla y despertares. En ellas reside aquella capacidad de navegar entre los desafíos con esperanza pero también con una valiente revisión, sin perder la fidelidad al Evangelio. Somos conscientes de las fatigas: la hiperdigitalización puede fragmentar la atención; la crisis de las relaciones puede herir la psique; la inseguridad social y las desigualdades pueden apagar el deseo. Sin embargo, precisamente aquí, la educación católica puede ser faro: no un refugio nostálgico, sino un laboratorio de discernimiento, innovación pedagógica y testimonio profético. Trazar nuevos mapas de esperanza: esta es la urgencia del mandato.

11.2. Pido a las comunidades educativas: desarmen las palabras, alcen la mirada, custodien el corazón. Desarmen las palabras, porque la educación no avanza con la polémica, sino con la mansedumbre que escucha. Alcen la mirada. Como Dios dijo a Abrahán, «Mira el cielo y cuenta las estrellas» (Gn 15,5): sepan preguntarse dónde están yendo y por qué. Custodien el corazón: la relación viene antes que la opinión, la persona antes que el programa. No desperdicien el tiempo y las oportunidades: «citando una expresión agustiniana: nuestro presente es una intuición, un tiempo que vivimos y del cual debemos aprovechar antes de que se nos escape de las manos». En conclusión, queridos hermanos y hermanas, hago mía la exhortación del Apóstol Pablo: «deben brillar como astros en el mundo, sosteniendo en alto la palabra de la vida» (Flp 2,15-16).

11.3. Confío este camino a la Virgen María, Sedes Sapientiae, y a todos los santos educadores. Pido a los Pastores, a los consagrados, a los laicos, a los responsables de las instituciones, a los maestros y a los estudiantes: sean servidores del mundo educativo, coreógrafos de la esperanza, investigadores infatigables de la sabiduría, artífices creíbles de expresiones de belleza. Menos etiquetas, más historias; menos contraposiciones estériles, más sinfonía en el Espíritu. Entonces nuestra constelación no solo brillará, sino que orientará: hacia la verdad que hace libres (cfr. Jn 8,32), hacia la fraternidad que consolida la justicia (cfr. Mt 23,8), hacia la esperanza que no defrauda (cfr. Rm 5,5).

Basilica di San Pietro, 27 de octubre de 2025
Vigilia del LX anniversario

LEÓN PP. XIV

 

Copyright © Dicastero per la Comunicazione – Libreria Editrice Vaticana

Imágenes de Vatican Media