El Jesús de la historia VIVE


Resulta humanamente difícil —por nuestros propios medios— aproximarnos al Jesús de la historia y quedarnos solo allí, en virtud de que es Él precisamente quien escribe la nuestra. Refiriéndome específicamente al motivo del presente texto, acercarnos a Jesús de modo personal implica contemplar su historia de una forma viva, partiendo de la promesa: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Con esta antesala, y sin la menor intención de pretender ser una exégeta, teóloga o historiadora, me introduzco en el presente ensayo de un modo auténtico y vinculante, invitando al Jesús de la historia a escribir estas líneas… ya que se me hace difícil resumir en una hoja su historicidad viva.

Bien es conocido lo que la tradición oral y escrita nos ha develado de este hombre, judío de Galilea, encarnado en el vientre inmaculado de María (Lc 1,26), por obra y gracia del Espíritu Santo, para luego transitar en la historia de un pueblo «elegido» por Dios para hacer visible su plan de salvación en su pasión, muerte y resurrección.

Ciertamente, el Jesús histórico al que refiero en este texto era un judío de Galilea, nacido en Nazaret —una aldea prácticamente desconocida, tal vez olvidada—, región además sometida al Imperio de Roma, al que nadie se pudo oponer por más de 60 años.
En ese contexto quiso Dios hacerse carne.

Jesús, siendo judío, conocía muy bien la Torá y jamás despreció la ley; más bien, le dio plenitud al enseñar a aquella gente de Israel a vivirla de un modo nuevo y salvífico (Mt 5,17). Él criticaba toda absolutización promovida por los saduceos, los fariseos, los zelotes, los esenios y los samaritanos; y, a sabiendas de que sus leyes se afianzaban exageradamente para proteger al judaísmo de los imperios reinantes, Jesús dio un sentido nuevo a las mismas.

Galilea era un país verde. Muy verde; tan verde como la esperanza que se ha anidado desde tiempos del Antiguo Testamento hasta hoy y que da color a toda realidad degradada. La agricultura de aquella región era diversa, con tendencia al monocultivo, hecho que daba mayor ventaja a los grandes terratenientes, desfavoreciendo a los más débiles.

Las principales ciudades quedaban un tanto alejadas de los espacios donde hizo vida Jesús. Es más, en Nazaret no había templo; debió él trasladarse a Jerusalén junto a María y José para el cumplimiento de los preceptos y las prácticas piadosas propias del judaísmo. Quedaban además el gran comercio y el poder circunscrito a aquellas ciudades predominantes del Imperio Romano, espacio abierto para anidar también vicios, corrupción e injusticia, al margen del poder político, cultural, militar y administrativo.

Jesús no vivió exento de tales realidades que nada promovían el bien común; más bien, nacido en el contexto que ellas desprendían, se sumergió en ellas para darles plenitud y salvar a quienes llamó por sus nombres, uno a uno.

Hoy, esa lista de nombres sigue resonando en nosotros hasta oír de su propia voz:

¡SÍGUEME!

El Jesús histórico es el Jesús que sigue resonando en nuestra historia para decirnos, una y otra vez:

¡SÍGUEME!

 

Isabella Orellana
@isaorellanal