Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor


De las Disertaciones de san Andrés de Creta, Obispo (Oficio de Lecturas – Domingo de Ramos)

Vengan, subamos juntos al monte de los Olivos y salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy desde Betania, y que se encamina por su propia voluntad hacia aquella venerable y bienaventurada pasión, para llevar a término el misterio de nuestra salvación.

Viene, en efecto, caminando voluntariamente hacia Jerusalén, el mismo que por nuestra causa descendió del cielo para exaltarnos con él, como dice la Escritura, por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre, a nosotros, que yacíamos postrados.

Viene, pero no como quien toma posesión de su gloria, con fasto y ostentación. No disputará –dice– ni gritará, ni oirá nadie en las plazas su voz, sino que será manso y humilde, con apariencia insignificante, aunque se le había preparado una entrada suntuosa.

Corramos, pues, con el que se dirige con presteza a la pasión, e imitemos a los que salían a su encuentro. No para alfombrarle el camino con ramos de olivo, tapices, mantos y ramas de palmera, sino para ponernos a nosotros mismos bajo sus pies, en la medida que podamos, con espíritu humillado, con mente y propósito sinceros, para que podamos así recibir a la Palabra que viene a nosotros y dar cabida a Dios, a quien nadie puede contener.

Alegrémonos, por tanto, de que se nos haya mostrado con tanta mansedumbre aquel que es manso y que sube sobre el ocaso de nuestra pequeñez, a tal extremo que vino y convivió con nosotros, haciéndose de nuestra familia, para elevarnos y conducirnos hacia sí.

Dice el salmo: Subió a lo más alto de los cielos, hacia oriente –hacia su propia gloria y divinidad, interpreto yo–, con las primicias de nuestra naturaleza, hasta la cual se había abajado impregnándose de ella; sin embargo, no abandonará su inclinación hacia el género humano, hasta que, elevándolo de gloria en gloria, desde lo ínfimo de la tierra, lo haga partícipe de su propia sublimidad.

Así, en vez de túnicas o ramos inanimados, en vez de ramas de arbusto, que pronto pierden su verdor y que por poco tiempo recrean la mirada, pongámonos nosotros mismos bajo los pies de Cristo, revestidos de su gracia, mejor aún, de toda su persona, porque ustedes, los que se han bautizado en Cristo, se han revestido de Cristo; extendámonos tendidos a sus pies, a manera de túnicas.

Nosotros, que antes éramos como escarlata por nuestros pecados, pero que después nos hemos vuelto blancos como la nieve con el baño saludable del bautismo, ofrezcamos al vencedor de la muerte no ya ramas de palmera, sino el botín de su victoria, que somos nosotros mismos.

También nosotros, agitando los ramos espirituales del alma, aclamémoslo santamente día tras día junto con los niños: Bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel.