El camino hacia el encuentro con Dios


La Biblia, nos presenta al desierto como el lugar propicio para el encuentro con Dios. Leer todas estas experiencias y pasarlas por el corazón, nos pueden ayudar a vivir mejor el tiempo litúrgico que vivimos: la Cuaresma. Podemos encontrar varios relatos: los 40 días de Moisés sin comer ni beber en la montaña del Sinaí para recibir la Ley (Ex 24, 12-18; 34); los 40 días de Elías en los cuales vivió la dureza del desierto y tuvo que ser alimentado por la comida y bebida misteriosa que lo ayudó a superar el camino (1 Re 19, 3-8); los 40 años de purificación que tuvo que atravesar el Pueblo de Israel para entrar en la Tierra Prometida; los 40 días que Jesús se retiró para prepararse para lo que iba a ser su ministerio público, enfrentando las tentaciones y renovado su íntima relación con el Padre (Mt 4, 1-2). 

Como sabemos, a este tiempo litúrgico lo llamamos así porque dura 40 días. Comienza con el Miércoles de Cenizas y se extiende hasta la Misa de la Cena del Señor exclusiva (Jueves Santo). Es un tiempo al que denominamos, dentro del calendario litúrgico, un tiempo “fuerte”, es decir: importante, porque nos ayuda a prepararnos para la fiesta más importante del cristianismo: la Pascua.

En sus inicios, tenía un carácter más sacramental que acético o de penitencia. Además de ser un gran tiempo de espera para la Pascua, según San León, un “retiro colectivo de cuarenta días”, en los primeros siglos, por ejemplo, este era el tiempo en el que se preparaba a los catecúmenos para recibir el bautismo. Nos queda de ahí las lecturas referidas al bautismo a lo largo de toda la cuaresma y la liturgia del agua de la celebración de la Vigilia Pascual que, en algunos lugares, aún se realizan bautismos esa Noche Santa.  

También, se realizaban las expiaciones públicas. Los que querían borrar sus pecados en el sacramento, a partir del inicio de la cuaresma se preparaban con severas penitencias corporales y oraciones intensas durante lo que duraba este tiempo para poder recibir la absolución al finalizar, por lo general, el Jueves Santo. Vestidos con hábito penitencial y con la ceniza que ellos mismos se imponían en la cabeza, se presentaban ante la comunidad y expresaban así su conversión. En el el siglo XI, desaparecida ya la institución de los penitentes como grupo, se vio que el gesto de la ceniza era bueno para todos, y así, al comienzo de este período litúrgico, este rito se empezó a realizar para todos los cristianos, de modo que toda la comunidad se reconocía pecadora, dispuesta a emprender el camino de la conversión.

De ahí, las frases que nos pueden decir los ministros al momento de la imposición de las cenizas: “Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás” (Gn 3, 19); y “Conviértete y cree en el Evangelio (Mc 1, 15)

Hoy, se nos invita a prepararnos para el gran acontecimiento de la Pascua a través de una sincera conversión interior.

Pero… ¿cómo nos preparamos? La Iglesia nos da tres consejos: la penitencia, el ayuno y la oración. 

La penitencia siempre debe apuntar a Dios, a quien honramos; y a nuestros hermanos. Porque así vivimos la doble dimensión del Mandamiento del Amor: el amor a Dios (oración) y el amor al prójimo (la limosna).

El Prefacio III de este tiempo sintetiza muy bien esta idea: “Con nuestras privaciones voluntarias nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones, a dominar nuestro orgullo, e imitar así tu generosidad compartiendo nuestros bienes con los necesitados”.

Por ser un tiempo penitencial no se canta el “Aleluya” ni se reza o canta el “Gloria”. Son cantos que ensalzan la venida y acción de Cristo en medio nuestro. Por eso la intención es que la Iglesia vuelva en espíritu al tiempo del exilio, esperando que Cristo venga y nos salve. Con esto, se quiere marcar también que no es un tiempo de grandes alegrías, sino más bien de reflexión, pena y arrepentimiento por los pecados cometidos. Se vuelven a escuchar con todo esplendor cuando se abre el tiempo Pascual, en la Vigilia del Sábado de Gloria. 

Como sabemos, su color litúrgico es el morado. Es un color discreto, serio, aún dentro de su elegancia. Su simbolismo apunta a la penitencia, a la tristeza y al dolor.  Según en qué culturas, hacía referencia a la realeza y la nobleza. También, el IV Domingo, tradicionalmente llamado “Laetare”, debido a la antífona del Introito de la Misa: “Laetare Jerusalem”-“Alégrate, Jerusalén”, puede ser utilizado el color rosa, por su carácter litúrgico alegre. 

Algunas sugerencias a la hora de participar de la liturgia en este tiempo:

  • Prestar atención a los símbolos: Aunque no lo parezca, es un tiempo cargado de signos y símbolos, con lecturas que orientan a la conversión. Aprovechemos la sobriedad de los cantos, o la simpleza en la decoración del altar (sin flores ni adornos) para poder adentrarnos en el Misterio. Las ausencias de este tiempo también dicen mucho.
  • Realizar una sana introspección: Este tiempo es muy bueno para mirarnos “hacia adentro” y preguntarnos: ¿Cómo estoy yo con Dios, con los demás, conmigo mismo? Utiliza los momentos de silencio, las lecturas, etc., y deja que Dios pueda contestarte esta pregunta. Si es necesario, utiliza un cuaderno y anota todas las luces que el Espíritu te pueda ir dando.
  • Practicar actos de conversión: Usemos este tiempo para realizar ayunos, abstinencias y obras de Misericordias. Nuestro proceso de conversión requiere de gestos conscientes que nos ayuden en esas áreas en las que queremos trabajar. Este es un excelente tiempo, y la liturgia nos puede ayudar a orientarlos.