En la soleada tarde de invierno de un martes 9 de julio, hace 206 años, en la casa de los descendientes de doña Francisca Bazán de Laguna, ubicada en la calle del Rey (ahora “del Congreso”), en San Miguel de Tucumán –una pequeña ciudad donde cuatro mil personas vivían en 80 manzanas–; 29 diputados –representantes de las Provincias Unidas de América del Sur, 17 de los cuales eran abogados, 9 sacerdotes y 2 frailes– que integraban el Congreso, puestos de pie e “invocando al Eterno que preside al universo”, y “protestando al cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia, que regla nuestros votos”, declararon solemnemente: “es voluntad unánime e indudable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”.
Como no había hoteles, los diputados que llegaron representando a distintos cabildos se alojaban en los conventos de San Francisco y Santo Domingo. Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y la Banda o la Provincia Oriental no estuvieron representadas. Tampoco había diputados de Paraguay y del Alto Perú, con excepción de Chichas (hoy dentro del departamento Potosí), Charcas y Mizque (hoy dentro de Cochabamba). La Patagonia, habitada por pueblos originarios, era tierra de nadie.
La presidencia del Congreso, que había iniciado sus sesiones en el 24 de marzo, rotaba todos los meses y en la histórica sesión del 9 de julio la ejercía el sanjuanino Francisco Narciso Laprida, de 29 años de edad y que era bachiller en leyes, egresado de la Universidad de San Felipe de Santiago de Chile.
Para difundir esta grata noticia de la Independencia, el Congreso envió por medio de chasquis, en carreta y a caballo, copias del Acta, de la cual se imprimieron 1500 ejemplares en español y 1500 en quechua y aymara. El diputado y poeta Fray Cayetano Rodríguez, de la orden franciscana, que había sido profesor de la Universidad de Córdoba, tomó a su cargo redactar un diario de los hechos del Congreso, para enviar a los periódicos, llamado El Redactor del Congreso.
Diez días más tarde, a propuesta del diputado porteño Pedro Medrano, el Congreso, en sesión secreta, agregó a la declaración que nos liberaba de España la referente a “toda dominación extranjera”, pues “de este modo se sofocaría el rumor esparcido por ciertos hombres malignos de que el director del Estado, el general Belgrano y aun algunos individuos del Soberano Congreso alimentaban ideas de entregar el país a los portugueses”.
El 21 de julio fue jurada la Independencia en la sala de sesiones por los miembros del Congreso, ante la presencia del general Manuel Belgrano, el clero, comunidades religiosas y demás corporaciones. El 25 se adoptó oficialmente “la bandera celeste y blanca de que se ha usado hasta el presente, y se usará en lo sucesivo exclusivamente en los ejércitos, buques y fortalezas, en clase de bandera menor, ínterin, decretada al término de las presentes discusiones la forma de gobierno más conveniente al territorio, se fijen conforme a ella los jeroglíficos de la bandera nacional mayor”.
Esta Declaración significó dar un paso más después de aquel que se concretara seis años antes, en un lluvioso 25 de mayo, en el Cabildo de Buenos Aires, cuando, luego de que una “representación que han hecho a este Excmo. Cabildo un considerable número de vecinos, los Comandantes y varios Oficiales de los Cuerpos voluntarios de esta Capital”, se decidiera elegir la primera Junta de Gobierno patrio, presidida por Cornelio de Saavedra – el mismo que tres días antes, en la Asamblea del 22 de mayo, había dicho: “(…) y no quede duda de que es el pueblo el que confiere la autoridad o mando” –, para cubrir la vacancia producida por haber caducado la autoridad del Virrey y de quienes representaban en el Río de la Plata al Rey de España, Fernando VII, prisionero del gobierno francés.
Juan José Paso, que había sido alumno del Montserrat, Doctor en Leyes de la Universidad de Córdoba y secretario de aquella Primera Junta, a los 58 años le tocó serlo, también, desde la primera sesión del Congreso de Tucumán; junto al joven de 27 años José Mariano Serrano, quien redactó el Acta de la Independencia en español, quechua y aymara, que representaba a Charcas y que era abogado egresado de la Universidad San Francisco Xavier de Chuquisaca, fundada por los jesuitas el 27 de marzo de 1624, dos años después de que la Compañía de Jesús se hiciera cargo de la de Córdoba, la otra Universidad que había entonces en las Provincias Unidas –la de Buenos Aires recién se fundó el 26 de agosto de 1821 y su primer rector fue el sacerdote Antonio Sáenz después de ser congresista en Tucumán–. Los jesuitas fueron expulsados en 1767.
Por qué independientes
Las razones que influyeron para declarar la independencia fueron las siguientes:
• el rey Borbón Fernando VII había regresado al trono de España, después de permanecer prisionero desde 1808 de Napoleón en Valençay, en el centro de Francia, hasta que por el tratado del 11 de diciembre de 1813, Napoleón lo reconoció como Rey, recuperando así su trono y todos los territorios y propiedades de la Corona y sus súbditos, tanto en la península como en el extranjero;
• Napoleón Bonaparte había sido derrotado en Waterloo (Bélgica) el 18 de junio de 1815;
• los reclamos que José de San Martín, gobernador de Cuyo y organizador del Ejército de los Andes para iniciar la campaña libertadora a Chile, le hacía por cartas al joven diputado mendocino Tomás Godoy Cruz, de apenas 25 años, y bachiller en leyes de la Universidad San Felipe de Chile;
• la amenaza de la invasión portuguesa- brasileña, que se concretará en el mes de agosto de ese año sobre la Banda Oriental, con la resistencia de José Gervasio Artigas; y
• los consejos de Manuel Belgrano y Martín Miguel de Güemes, que tenían a su cargo la difícil defensa en el norte del antiguo virreinato que llegaban hasta el Alto Perú.
La situación era crítica ya que la reacción realista triunfaba desde México hasta Chile, pasando por el Alto Perú (nuestros ejércitos había sufrido derrotas en Huaqui en 1811, Vilcapugio y Ayohuma en 1813 y Sipe Sipe en 1815). Sólo permanecían libres del dominio español las Provincias Unidas, la Liga Federal –liderada por Artigas y que abarcaba la Banda Oriental, que se declarará independiente en 1828, y las provincias del litoral–, y el Paraguay, gobernado por el Dictador Supremo José Gaspar Rodríguez de Francia, que se llevaba mal con Buenos Aires, y se declarará independiente en 1842. Bolivia, que antes fue el Alto Perú, lo hizo en 1825.
Con la Declaración de Tucumán nace una nueva Nación independiente, que rompía definitivamente los lazos que la unían al monarca español y a toda otra dominación, pero que todavía carecía de nombre (la Primera Junta utilizó en algunos documentos la expresión “Provincias del Río de la Plata”, pero en la actas del Congreso de Tucumán se las denomina “Provincias Unidas en Sud América”), su población y extensión territorial era indefinida, y su organización política e institucional se discutirá durante largos 37 años, a partir de ese mismo Congreso, mientras siguió sesionando en Tucumán, y cuando, al año siguiente, se trasladó a Buenos Aires, sin haberlo lograrlo definir, a pesar que el 22 de abril 1819 dictó una “Constitución de las Provincias Unidas de Sud América”, aristocrática, por cómo se componía el senado, y unitaria; que nunca rigió por haber sido rechazada por los pueblos.
La discusión y los ensayos se sucedieron en este y otros congresos, pactos y constituciones, alternadas con batallas, asesinatos, prisiones y exilios. Primero lo fueron entre los que querían una república o los que preferían un rey, que podría haber sido un príncipe europeo, como Francisco de Paula, como gestionaron algunos en Europa, o un Inca, como les propuso Belgrano a los congresistas, en la sesión secreta del 6 de julio, en la persona de Juan Bautista Túpac Amaru, hermano menor de José Gabriel Condorcanqui, más conocido como Túpac Amaru II, asesinado junto a toda su familia en 1781, lo que escandalizó al diputado porteño Tomás Manuel de Anchorena, abogado egresado de Charcas y que había firmado el acta del 25 de mayo de 1810 que eligió la primera Junta. En esa sesión manifestó que no le molestaba la idea de la monarquía constitucional, pero sí en cambio que se pusiese “la mira en un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono de un monarca”. Fray Justo Santa María de Oro, el dominico representante de San Juan, terció afirmando que había que consultar antes la voluntad de las provincias, y que si el debate seguía “precediéndose sin aquel requisito a adoptar el sistema monárquico constitucional a que veía inclinados los votos de los representantes, se le permitiese retirarse del Congreso”.
Después de 1820 la disputa sería entre unitarios y federales, y, más tarde, entre los que querían más autoridad, recordemos lo de las “facultades extraordinarias y la suma del poder público”, o los que preferían más libertad, como Esteban Echeverría, que nos enseñó que “democracia no es una forma de gobierno, sino la esencia misma de todos los gobiernos republicanos o instituidos para el bien de la comunidad (…). La democracia es el régimen de la libertad fundado en la igualdad de clases”.
Fuente: Revista Criterio